Todavía no lo saben, pero los partidos políticos actuales con todos sus dirigentes han entrado en barrena. Y el sistema constitucional español ha colapsado. Rien ne va plus. Tarde o temprano, hasta ellos empezarán a hablar de refundar el país. El problema es que hacerlo de verdad puede costar un grado de violencia insostenible. Y frente a ello, tal vez prefiramos desaparecer por el sumidero.
No estamos ante un asunto meramente económico. Es el modelo de sociedad que hemos construido en los últimos 30 años el que se ha demostrado inviable. El caos económico simplemente ayuda a aflorar los tintes más dramáticos de nuestro fracaso colectivo.
La raíz del problema está en primer lugar en quienes tenían la responsabilidad de dirigir el destino de la nación y en el modelo político que nos propusieron. Y en segundo lugar en nosotros mismos, ciudadanos de a pie, incapaces de reflexionar un solo segundo acerca de la responsabilidad que comporta el derecho al voto. Mentecatos sectarios cegados por el culto estúpido a unas siglas, las que fueren, en lugar de aprender que no hay derechos sin deberes y que las ideas tienen consecuencias.
Nos ha dado igual todo y hemos preferido el tintineo de las monedas en el bolsillo a la dignidad nacional. Cambiamos los principios por los que se deben regir los ciudadanos de una nación íntegra por el viaje a Cancún, o por el traje de lupanar de Las mil y una noches para la primera Comunión de la niña, o por una televisión de plasma más grande que las ventanas por las que debería entrarnos la luz.
Hemos pasado décadas pensando que el ocio es el tiempo que uno dedica a patear un centro comercial. Dejamos de leer porque es aburrido. Y de pensar, porque para eso está la 2. Y así transferimos nuestra voluntad y nuestra libertad al Estado.
Y el Estado se hizo con la 2 y convirtió nuestro cerebro en un gulag mientras sonreíamos pensando que lo importante era la hipoteca.
Tenemos realmente lo que nos merecemos. Sobre el horizonte de este incierto 2012 no vislumbramos ni honra, ni barcos. Estamos llegando al fondo. ¿Qué haremos cuando nos instalemos definitivamente en él?
En un país como Dios manda estas cosas se resuelven con borrón y cuenta nueva. Refundación del Estado; redefinición de la nación; otra Constitución (si es que es necesario tener una Constitución); proclamación de un nuevo sistema político; desaparición de buena parte de las actuales instituciones; limpieza a fondo de las que sobrevivan.
Pero hace demasiados siglos que España dejó de ser un país como Dios manda. Ya somos incapaces de ver más allá de nuestras cortas narices. Y no parecemos hoy por hoy capacitados para escucharnos y acogernos unos a otros.
Hemos perdido la capacidad de ver en el otro a un compatriota. Y eso nos podría conducir a la violencia en el momento en que se produzca el crac, o al suicidio colectivo, es decir, a seguir sin hacer nada.
A algunos nos queda algo de optimismo todavía, y aguardamos esperanzados el momento de la hecatombe. Porque cuando toquemos de verdad fondo, de entre las ruinas sabremos resurgir. Y lo haremos de otra manera. Nada que ver con la sociedad que nuestra generación construyó y conoció.
Eso al menos quiero pensar.
He leído con tristeza, con el respeto que me merece y con la credibilidad que tiene, el último artículo de Francisco José Alcaraz, Crónica de una decepción, aparecido en Libertad Digital. Un exabrupto, apenas una frase. Eso fue lo único que surgió cuando terminé: “¡Que nadie tenga en la clase política los cojones de dar un paso al frente para encabezar una alternativa!”
El país necesita sacrificios y entrega. Algo imposible sin liderazgo. Pero aquí nadie levanta la mano.No hace falta tener especiales conocimientos, ni ser un analista de primera para vislumbrar el cronograma de la destrucción de la nación, tan visible ya como soez, que cumplirá sus últimos objetivos en apenas tres años. Pero ninguno de los dirigentes políticos en activo y tampoco quienes están en la reserva, extraditados de su partido por causa de sus principios, tiene el valor, la capacidad de sacrificio y la generosidad necesaria para levantar la mano.
Todos hablan (o hablaban) de la política como servicio. Pero a la hora de la verdad, en el momento de la gravedad extrema, parecen haberse vuelto avestruces.
La dirección del Partido Popular, querido Jose, cree estar actuando correctamente: sus actuales dirigentes consideran que los pasos que han dado, y que tú acertadamente señalas en tu artículo, contribuirán al fin del terrorismo en España y a la desaparición irreversible de sus partidarios.
Pero si las políticas del PP consisten en seguir la senda del PSOE o incluso en ir más allá, clama al cielo que nadie alce la voz en las filas de ese partido.
A diferencia de ti, yo sigo confiando en una de las dos almas del PP. Pero reconozco que esa alma requiere de un electroshock porque, a decir verdad, tiene los días contados.
La derecha necesita urgentemente una UPyD. Y una Rosa Díez. No sirven los minúsculos partidos que frecuentan cada convocatoria electoral sin programas verosímiles, sin dirigentes capacitados, ni perspectivas razonables. (Y me adelanto a algún comentarista: tampoco sirven las voluntariosas resurrecciones de fórmulas tan caducas como la vieja, en demasiados lugares corrupta y en todos desprestigiada Democracia Cristiana.)
Vidal Quadras sostiene que todavía hemos de tocar fondo. Y cuando lo hagamos, la alternativa surgirá de manera casi natural de entre lo que ahora se denomina derecha sociológica, esa amalgama de movimientos sociales, asociaciones, medios de comunicación y movimientos cívicos críticos con la línea de la actual dirección del PP.
En el seno del movimiento cívico algo se está cuajando. Pero no estoy demasiado seguro de que ese sea el procedimiento más eficaz porque largo me lo fiáis: dudo que la nación pueda resistir tres o cuatro años más.
Por otra parte, que Alejo Vidal Quadras señale a la ciudadanía para resolver la crisis de España, en lugar de apelar a la estructura política de la nación, me alarma en extremo. Sabe de lo que habla, conoce a sus compañeros, los políticos de todos los partidos. Lo que me lleva a pensar que no da un duro por ninguno de ellos.
Sin embargo, a mi modo de ver, la única fórmula para evitar la destrucción de nuestro país en esta misma legislatura y para iniciar un proceso de regeneración está en manos del PP. Pero la dirección de los populares solo emprenderá ese camino si siente en la nuca el aliento de una UPyD a su derecha. Y esa operación solo cuajará si está encabezada por alguno de esos dos o tres nombres que todos conocemos.
Son esas personas quienes deben encabezar el sacrificio que todos habremos de secundar. Dando un paso al frente, anunciando su salida del PP y la creación de una nueva formación.
Les apoyaremos económicamente. Les sostendremos hasta las próximas elecciones. Trabajaremos para ellos. Compartiremos el camino. Y conseguiremos sin ningún género de dudas que entren en el Congreso en la próxima legislatura.
Para quienes lo han sido ya todo en política, el riesgo de una operación semejante es limitado. ¿Qué puede perder quien está de vuelta? Y la compensación, inmensa: hay un hueco en la Historia para quien dé el paso.
Militantes socialistas calientan su 38 congreso federal con una propuesta para democratizar su partido: la elección directa del secretario general. En el PP semejante osadía ni está, ni se la espera.
1 Partidos franquistas. Los partidos políticos son el penúltimo reducto franquista incrustado en nuestro sistema democrático. Son organizaciones autoritarias, sin la menor democracia interna, levantadas para rendir culto al líder y vivir del dinero de todos los ciudadanos, compartan o no su idología.2 Bases en Red. Es una iniciativa de militantes y simpatizantes del PSOE organizados a través de internet que quieren democratizar su partido. Aglutina a personas y grupos, “coordina las actuaciones de los grupos” y entre sus seguidores en @BasesenRed figuran algunos cargos electos y agrupaciones. Su web es www.basesenred.org.
3 Democracia directa. Su propuesta principal es la elección del “Secretario o Secretaria General por voto directo de todos los militantes y simpatizantes, sin intermediación de los delegados y delegadas al Congreso”.
4 Memoria selectiva. La memoria de los partidos políticos es selectiva: raras veces recuerda la democracia interna cuando ocupan el Gobierno y solo menciona este asunto cuando se da de bruces con los duros adoquines de la oposición.
5 Economía, economía, economía. No existe la menor posibilidad de que surja en el Partido Popular, ahora en el Gobierno de ayuntamientos, autonomías y BOE, una propuesta similar. De hecho el programa electoral del PP ni siquiera alude a la organización de los partidos y su atroz carencia de democracia interna. Pasadas las elecciones y amortizado el 15, la regeneración del sistema de representación política no es asunto que parezca ocupar a los dirigentes populares. Y en el PSOE, la preocupación apenas sobrepasa el límite de la retórica.
6 Qué sucedería si las bases del PP eligieran a su presidente. Si todos sus militantes y simpatizantes votaran uno a uno y en secreto a la persona que debe dirigir el Partido Popular, el ideario del PP no sería un documento más escondido que la tumba del faraón en una pirámide egipcia. Y posiblemente a bastantes de los que hoy se sientan en la junta directiva nacional ni siquiera les conoceríamos.
7 Una iniciativa ciudadana. Los partidos no van a mover un dedo para democratizar sus estructuras, ni para legitimar el sistema de representación, ni para regenerar la vida pública. Así que, como siempre, quedamos únicamente los ciudadanos, hoy convidados de piedra de un sistema aparentemente democrático. Y que sea aparente o real solo depende de nosotros.
8 Un movimiento transversal. Esta no es una cuestión de izquierdas o derechas. Se trata de frenar la progresiva y creciente degeneración institucional del sistema democrático y de devolver el protagonismo a quien lo tiene, la ciudadanía, convertida en la actualidad en marioneta en manos de las cúpulas de los partidos. Así que en este asunto no tengo el menor inconveniente en ir de la mano de las organizaciones ciudadanas, asociaciones, etc. que se sitúan a la izquierda. Se llama bien común.
El recelo ante el idealista es directamente proporcional al tiempo que has estado en el siglo XX. “Se ha dicho que de todas las historias de la historia de España, la más triste es la de sus regeneracionistas”, recuerda hoy en un sugerente artículo García de Cortázar.
Los idealistas, los que enarbolan banderas desde lo alto de la cima, los que dicen saber qué ha de ser de los demás, me dan miedo. Entre el sueño y lo posible, me siento más cerca de otras perspectivas.
"Pedir lo imposible y retrasar lo inevitable". Creo que lo dijo Cambó. Consideraba que eso es ser conservador, que seguramente es la cosa más decente que se puede ser después de haber probado el sabor del infierno.
El recelo ante el idealista es directamente proporcional al tiempo que has pasado en el siglo XX. No ha habido período de la historia más poblado de supuestos salvadores. Millones de tumbas lo atestiguan en los cinco continentes. Así que quienes venimos de semejantes tiempos nos hemos ganado el derecho a recelar.
Nuestro país es parco en recelos y pródigo en desprecios. Aquí nos gusta abrazar al salvapatrias si es lo suficientemente bullanguero, pero menospreciamos al que hace de la excelencia un modo de vida. Y en nuestros días la única excelencia que parece ser respetada es la que hace gala de su inexistencia. Zapatero, sin ir más lejos. No se puede entender el personaje sin esa peculiar característica de nuestro comportamiento colectivo.
Demasiadas veces hemos condenado a la miseria a nuestros maestros y hemos marchado, miserable país de ciegos, tras los patanes. Y cuando alguien se ha dado cuenta y ha querido avisar al resto de que caminábamos hacia el precipicio tras el flautista de turno, le hemos apedreado. Aunque hoy García de Cortázar recuerde algunos casos en que el vocero de la razón se salvó de la quema.
Tomás Luis de Victoria murió entre la indiferencia de sus contemporáneos. Lejos de la anodina música de finales del XIX y principios del XX, que algunos se empeñan en calificar de tan española, cuando solo es previsible y fatalmente coyuntural, Victoria es, a mi modo de ver, el gran compositor nacional y el más español de cuantos hemos escuchado hasta la fecha (queda por descubrir en archivos y monasterios mucho más de lo que nos ha llegado).
Si Patrimonio Nacional sirviera para algo, en la zona museística de las Descalzas se debería escuchar permanentemente su música. Y las hermanas deberían animarse a utilizarla en la iglesia. El viejo capellán y maestro de coro del Real Convento merece un trato mejor del que está recibiendo de sus paisanos laicos y religiosos.
Vadam et circuibo civitatem
per vicos et plateas,
quaeram quem diligit anima mea:
quaesivi illum et non inveni.
Advjuro vos filiae Jerusalem,
si inveneritis dilectum meum,
ut annuntietis ei,
quia amore langueo.
Qualis est dilectus tuus,
quia sic adjurasti nos?
Dilectus meus candidus est rubicundus,
electus ex milibus:
Talis est dilectus meus,
et est amicus meus,
filiae Jerusalem.
Quo abiit dilectus tuus,
o pulcherrima mulierum?
Quo declinavit et quaeremus eum tecum?
Ascendit in palmam,
et apprehendit fructus ejus.
Me levantaré y rodearé la ciudad,
pasaré por calles y plazas,
buscaré al que ama mi alma.
Lo busqué y no lo hallé.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
si hallarais a mi amado,
que le hagais saber
que de amor estoy enferma.
¿Qué es tu amado más que otro amado,
que así nos conjuras?
Mi amado es alto y rubio.
Señalado entre diez mil.
Tal es mi amado,
tal es mi amigo.
¡Oh doncellas de Jerusalén!
¿Dónde se ha ido tu amado,
la más hermosa de las mujeres?
Lo buscaremos contigo.
Subiré a la palma,
tomaré sus ramos.
(Cantar de los Cantares)
Es en el espacio de la nación donde la comunidad se gobierna a sí misma democráticamente, por lo que si difuminamos ese marco nacional algo cambiará en la democracia, hasta ahora genéticamente unida al Estado-nación. Lleva siglos siendo el ámbito nacional ya una suerte de naturalidad de lo político, el territorio privilegiado para ejercer la democracia, las formas políticas de la pluralidad que hacen que la nación sea nación de ciudadanos. La ciudadanía post-nacional es un mito. Todavía el Estado-nación es indispensable por la democracia, con el euro y el área Schengen incluidos. La centrifugación cae en lo obsoleto al tiempo que las unificaciones desmesuradas tienen poco futuro. El Estado-nación se mantiene, sólido, resistente a las nuevas formas de trasnacionalismo. ¿Quién se acuerda ya de las tesis particularistas que pretendían saltarse España para ser directamente, tras la ruptura independentista, miembros de la Unión Europea? Un tiempo nacional continuo es algo que va más allá de regímenes y vicisitudes políticas. Que no puedan entenderlo los nuevos cosmopolitas no extrañe. El cosmopolitismo -político, no estético- es un estilo de desarraigo que confronta las lealtades y las pertenencias de la nación. Por eso, millones de ciudadanos, del Báltico al Mediterráneo aprecian la costumbre de votar. (Los enemigos de la nación)
Los musulmanes tenían todas las de ganar. Las fuentes árabes de la época hablan de 600.000 guerreros llegados en su mayoría de Africa. Las cristianas mencionan que solo en tropa a caballo, los musulmanes disponían de 200.000 jinetes.
Los historiadores actuales calculan de 100.000 a 150.000 almohades y entre 60.000 y 80.000 cristianos.
Sin embargo con ese número inferior de fuerzas, soldados procedentes de todos los reinos cristianos detuvieron el último intento serio de ocupar total y definitivamente la Península. Y tras la batalla de Las Navas de Tolosa empezó la quiebra del imperio musulmán almohade en España.
Hoy, 797 años después de un acontecimiento que ya no recordamos pero que marcó nuestro destino y la identidad y el carácter de nuestra civilización, se inaugura en el municipio de Santa Elena el Museo de la Batalla de Navas de Tolosa.
797 años después, ni uno solo de los representantes políticos de nuestro país ha hablado de España con motivo del debate sobre el nuevo modelo de financiación autonómica.
En un asunto en el que lo lógico hubiera sido que se plantearan las necesidades colectivas, todas las voces, absolutamente todas, de todos los partidos, absolutamente todos, han olvidado que este país sigue siendo España, una nación que empieza en el Cantábrico y termina en el Estrecho, y se extiende desde el Mediterráneo hasta el Atlántico.
Esta semana todos los políticos de todos los partidos han alzado la bandera del más ruin de los cantonalismos y han exhibido impúdicos sus dotes para el onanismo identitario. Como en 1873 al grito de Viva Cartagena, patéticos líderes de partidos que se autoproclaman nacionales han dispuesto sus cañones para bombardear al vecino con el que conviven desde los tiempos de Julio César.
Disputándose un dinero que no le pertenece, la clase política española ha ofrecido esta semana el espectáculo más repugnante de los últimos años. Olvidando que están en el cargo gracias a una Constitución que se adjetiva española, cada cual ha colocado en lo alto de su mástil el trapito correspondiente, a cuál más estrafalario, banderines, los unos, inventados en noches de compulsiva borrachera identitaria, los otros simplemente copiados de los primeros.
“¡Yo más!” El discurso de nuestros políticos ya solo conoce un lema, el eslogan de los mediocres, moscas revoloteando alrededor de su propia mierda.
En la última encuesta del CIS los ciudadanos dan muestras de despertar. El quinto problema de nuestra vida colectiva, según el barómetro de junio, ya no es la inseguridad ciudadana sino la clase política. Empezamos a ver a nuestros representantes como el problema, y no como la solución.
“¡Yo más!” No hay discurso nacional. Nadie ha mencionado a España mientras revoloteaban estos días alrededor de la caja reventada que todos los ciudadanos llenamos mes a mes con nuestro trabajo.
Hoy, 797 años después de Las Navas de Tolosa, yo no recordamos los nombres de los héroes cuya gesta contribuyó a forjar nuestra civilización, nuestra identidad y nuestra cultura. Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII de Navarra, Pedro II de Aragón, Diego López de Haro, el arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada.
Cada uno de ellos procedía de un reino, pero todos hablaban de España, de la Hispania que habían perdido sus antepasados, en el 711, y que se proponían restaurar.
Un objetivo común. Una nostalgia compartida. A pesar de las diferencias y las rivalidades. Un destino por el que arriesgaron sus vidas hace hoy 797 años.
¡Dios nos libre de los mediocres!
¿Y ahora precisamente nos tenemos que callar, Jon? ¿Ahora que, gracias al follón que llega de la calle, Blancanieves empieza a moverse?
En alguna ocasión se ha señalado en este mismo sitio que Jon Juaristi es uno de los pocos intelectuales en el mejor sentido de la palabra que quedan en España. Por ello prestamos especial atención a sus reflexiones. La última, aparecida ayer mismo en la prensa, constituye una señal de alarma en toda regla:
“Quizá sea el momento de ir pensando en desmovilizar al personal y dejar la calle para el que se la pasee, porque estamos llegando a niveles de alarma. Las cosas pueden empeorar mucho más si no se alcanza un acuerdo técnico sobre el uso del espacio público. Es imposible ignorar que ya se ha rebasado la discrepancia y que hemos entrado en una fase de abierto antagonismo.”
Cuando se inició la presente legislatura no fueron necesarias demasiadas semanas para que percibiéramos con claridad lo que se nos venía encima: la neutralización del estado constitucional tal como lo conocíamos por el procedimiento de reformar la periferia del sistema, el gobierno de las minorías que se imponen a la voluntad general, la ruptura de la unidad nacional apoyada en esas mismas minorías y sin pasar por las urnas.
No es que en la España de 2004 aparecieran cien mil profetas por generación espontánea sino que a esta presidencia y a este liderazgo socialista se le veía venir con claridad meridiana.
Lo único que quedaba por saber en el verano de 2004 era hasta dónde estaba dispuesto a llegar el Ejecutivo en su política de mano tendida a los grupitos a su izquierda, incluida ETA-Batasuna. Lo único que no sabíamos era si el precio que pagaría incluía las reivindicaciones tradicionales de sus nuevos socios (autodeterminaciones varias, alteración de los actuales mapas provinciales, etc.).
Desde aquellas fechas hasta hoy han pasado seis grandes manifestaciones. Las cinco primeras fueron convocadas para protestar por el camino emprendido por el Gobierno socialista. Así, la política de Rodríguez camino de su Damasco radical y nacionalista ha ido jalonando las cinco convocatorias. La AVT fue llamando a la sociedad española cada vez que Moncloa entregaba, vía política antiterrorista, una pieza del tablero que esta nación construyó colectivamente en 1977.
La calle no ha frenado la deriva presidencial. El socialismo español actual sigue sin caerse del caballo. Pero la calle, con las cinco grandes manifestaciones que precedieron a la del sábado pasado, ha mantenido alerta a aquella parte de la sociedad española que ha decidido permanecer en vigilia.
La calle ha condicionado la evolución de la opinión pública (y de la publicada) durante estos casi tres años, algo que no sucedía desde la transición. Y ha obligado al Partido Popular a permanecer en estado de alerta permanente y a controlar su sempiterna tentación de pastelear.
La calle ha revitalizado hasta extremos desconocidos en nuestro país la estructura asociativa y participativa. Nunca habíamos tenido tantas plataformas, entidades, grupos y asociaciones de todo tipo dedicadas a la intervención política de la ciudadanía. Nunca había estado la red tan viva.
La calle ha provocado incluso la creación de un nuevo partido que ha alcanzado representación, algo impensable a estas alturas en nuestras latitudes.
La consecuencia de todo ello no puede olvidarse: gracias a la calle, la deriva del Gobierno socialista no ha ido a más. Si no hubieran existido, entre otras cosas, esas cinco grandes manifestaciones que señalaban hacia Moncloa, y si la presión de la opinión pública sobre la oposición hubiera sido menor, tal vez en estos momentos el panorama sería muy distinto. Mikel Azurmendi, otra de las escasas mentes lúcidas que nos van quedando, enumera con mayor precisión los elementos que han amortiguado el descalabro de nuestra enajenada vida política:
"La consistencia de importantes segmentos del Poder Judicial, la resistencia del PP, el arrojo de las víctimas y la insobornabilidad democrática de muchos creadores de opinión han impedido que el Estado sea entregado a ETA." Mikel Azuermendi, El gobierno de Zapatero ha fracasado.
Si no hubiera sido por la calle, ¿se hubiera reconducido (al menos de manera ligera) el estatuto catalán en las Cortes? ¿Habría caído el primer tripartito? ¿Se estaría hablando en los términos actuales con ETA-Batasuna o las negociaciones estarían en otra fase?
Frente a este panorama, hoy alguien de tan riguroso criterio como Jon Juaristi nos propone abandonar la calle:
“Dejemos la calle en paz antes de que sea demasiado tarde. Está claro que no podrá haber sutura alguna para este desgarrón civil mientras Rodríguez siga al frente, pero impidamos la hemorragia mediante los apósitos que tenemos todavía a mano. Uno de ellos, el principal, sería la restricción voluntaria y pactada del recurso al derecho de manifestación.” Jon Juaristi, Calles.
Sucede, Jon, que precisamente ahora vivimos el momento más crítico de la legislatura. Ya sabemos que Rodríguez no caerá de su irresponsable caballo y que la única solución pasa por mandarle a él, a su caballo y a la peña de palmeros que le acompañan a casa para siempre. No hay más solución que el reconocimiento público del fracaso de su proyecto, algo sin lo cual no quedaremos vacunados. Llegados a los extremos a los que hemos llegado, necesitamos un exorcismo. Y ese exorcismo, ese reconocimiento público, se expresa en las urnas.
La sociedad española está empezando a reaccionar. Mientras los opinadores oficiales y eso que llaman “tertulianos” hablan de crisis nacional y de situación muy grave, se empiezan a percibir síntomas de reacción. Blancanieves da signos de vida en la cama. Se diría que empieza a moverse. Acaso el sueño toca a su fin.
La reflexión de Jon Juaristi es preocupante porque señala riesgos ciertos y pone de manifiesto una situación potencialmente peligrosa que en este país, por desgracia, conocemos muy bien. Pero para que pudiera aplicarse el remedio, el abandono de la calle, tiene que pasar una cosa, una sola: que desaparezca el motivo que nos lleva a la calle. Porque estamos en ella por un mero asunto de defensa personal. Y mientras no dejen de agredirnos, seguiremos defendiéndonos.
Cosas que suceden cuando las “naciones” no son más que morralla retórica: el futuro de la “nación” catalana pasa, al parecer, por una hora más o menos de castellano en las aulas.
Los emboscados nacionalistas catalanes que han sobrevivido a las elecciones regionales se explayan en los subvencionados medios de comunicación étnicos (si no fuera así, habrían desaparecido) y, cada vez más histéricos, reclaman desde la independencia ya mismo hasta el rechazo beligerante al decreto educativo de un Gobierno que, siempre pacato, no ha llegado siquiera a recorrer la mitad del camino y se ha conformado con el pasteleo de los 60 minutos adicionales.
La medida es ni más ni menos que una inmensa tontería. Desde la peregrina visión del mundo de un profesorado formado en universidades donde se enseña que la Historia empezó en 1714, hasta los males de una ley educativa común en todo el país, pasando por la inmersión de toda la actividad docente en el chapapote etnicista desde hace casi 30 años, el sistema educativo catalán está podrido y una hora no lo va a remediar.
Por otro lado, la guerra lingüística desatada por los nacionalistas, que utilizan los idiomas como armas de destrucción masiva de la convivencia (por más que ahora ERC trate de cambiar de estrategia), requiere meter el bisturí a fondo, abrir al enfermo de arriba abajo y dejarlo como nuevo.
Este enfermo al que llamamos sistema educativo étnico, que se propaga como la gripe por las regiones con gobiernos nacionalistas y/o socialistas, requiere medidas contundentes.
En el caso de Cataluña, el catalán debe dejar de ser lo que llaman “lengua vehicular” de la enseñanza, que es la forma manipulada de reflejar la expulsión del castellano de las aulas. Las asignaturas sin contenido lingüístico, las matemáticas, la historia, etc., deben impartirse en la lengua que decidan los padres. Y si ello implica que existan dos sistemas educativos, uno en castellano y otro en catalán, pues bienvenidos sean.
Resulta aburrido tener que seguir mencionando a estas alturas semejantes obviedades. Y resulta sorprendente la escasa convicción nacionalista de los propios nacionalistas, que ven amenazada su supuesta identidad por 60 minutos a la semana de castellano.
Por otro lado, ¿qué clase de “naciones” son esas cuyos cimientos tiemblan ante el aprendizaje de una de las lenguas más habladas en el mundo?
Pero no nos engañemos. El establecimiento de dos sistemas lingüísticos de enseñanza no remediará la catástrofe nacional en que se ha convertido la educación. La única solución a semejante fracaso colectivo empezará solo cuando se anulen todas las transferencias a las autonomías en materia educativa.
Para resolver de verdad los problemas de la educación hay que empezar recuperando para el Estado las competencias correspondientes. Luego, tras el común acuerdo de PP y PSOE, habrá que estudiar como se reorganiza todo este follón vergonzoso y cómo se refleja la solución adoptada en la Constitución, que en este sentido sí es urgente revisar.
El Partido Popular ha propuesto recientemente una serie de reformas constitucionales basadas en la recuperación para el Estado de determinadas competencias. El PSOE se ha apresurado a rechazar la iniciativa. Solo si los socialistas recuperan en algún momento la cordura y se libran del insensato que tienen al frente, será posible avanzar en la dirección correcta.
Pero no nos hacemos demasiadas ilusiones.
¿Pero no tocaba bajar las persianas nacionales para sustituirlas por verjas estatales? ¿No habían ustedes quedado en que no somos nación sino un mero armazón administrativo sin rasgos nacionales comunes?
Perdonavidas y soberbios, llegaron al poder presumiendo de conocer la voluntad de la ciudadanía. Pretendieron borrar el pasado, hacer tabla rasa porque lo anterior no era justo ni democrático. Porque lo anterior no lo habían hecho ellos. Aquellas frases del inicio de legislatura, yo no voté la Constitución, yo no voté los estatutos de autonomía. Como si no haber sido protagonista de la revolución francesa o no haber estado sentado en la ONU en 1948 justificara el incumplimiento de la declaración de derechos humanos.
Vengativos y pendencieros, creyeron una vez más que el fin justifica sobradamente los medios, solo que en esa ocasión, en lugar de promover el asesinato de supuestos etarras en Francia, decidieron que lo mejor era silenciar a las víctimas y convertir a sus asesinos en los interlocutores necesarios para alcanzar la “verdadera” democracia, aquella que solo ellos pueden instaurar. La que excluye a por lo menos la mitad de la ciudadanía. Claro que la mitad de los españoles somos, por definición (por su definición), perversos, antidemocráticos, belicistas, reaccionarios. Y fachas, cómo no.
Revisionistas e ignorantes, se emborracharon de porcentajes. Su CIS les dijo que participaría no menos del 70% de los catalanes y Rodríguez salió ufano del burladero para pregonar que una participación menor que la obtenida por el anterior estatuto catalán (59,7%) era impensable y que estas cosas hay que decidirlas por amplísimas mayorías.
Como resultado de todo ello las calles se llenan de ciudadanos que dicen no. Una vez. Y otra. Y otra. Y otra. Y lo que te rondaré.
Como resultado, se multiplica en toda España la actividad de las plataformas ciudadanas que combaten el nacionalismo y nacen propuestas de nuevos partidos y en la formación del salteador de naciones surgen voces discrepantes y hasta un ministro da la espantada.
Como resultado, más de la mitad de los españoles que viven en Cataluña ignoran olímpicamente su estatuto, el de ellos, el de los matones pacifistas del buenismo cínico.
Como resultado, las calles de toda España se llenan de banderas españolas, y la gente, sin ningún rubor, sin complejos, sin tener que justificar absolutamente nada, empieza a gritar vivas a España a cuenta de la selección nacional, que no estatal, y las audiencias de televisión de las regiones teóricamente secesionistas se entregan masivamente al espectáculo de la exaltación deportiva nacional.
A lo mejor nuestro pesimismo se ha equivocado. A lo mejor la ciudadanía, a la que acusamos de amorfa e indiferente, tiene las cosas pero que muy claras y tan solo está esperando el momento para expresarlas.
Nos llevan a un nuevo Estado. Han impuesto su segunda transición. Al dinamitar el estado de las autonomías han abierto la Constitución. Se acabaron pues las medias tintas, los centrismos equívocos y la muy mal entendida moderación.
Lo que ayer aprobaron tan solo un 35% de los votantes catalanes afecta de manera decisiva y quién sabe si irreversible a toda España. Sin embargo solo se ha consultado a los habitantes censados en Cataluña. Con la frágil aprobación del estatuto catalán el panorama ha cambiado. Ayer se rompió la Constitución.
Desde anoche, y si se aplica el estatuto catalán aprobado ayer con resultado tan lamentable, España habría dejado de ser una nación. De momento, y hasta que no se aprueben el estatuto gallego y el vasco, habría aquí dos naciones: Cataluña y España. A pesar de ello el Gobierno sostiene todavía que no nos hallamos ante una reforma constitucional por la puerta de atrás. Es decir, fraudulenta, utilizando mecanismos ilegítimos, imponiendo la voluntad de una minoría sobre el interés general y utilizando procedimientos en absoluto democráticos, que no otra cosa es reformar la Constitución a través de la reforma estatutaria. Sin olvidar lo que ha sucedido en esta campaña.
El estatuto catalán ya aprobado supone un cambio absoluto del modelo constitucional en vigor hasta ayer. Y nadie nos ha consultado al respecto. En consecuencia los discrepantes tenemos derecho a considerarlo ilegítimo mientras el cambio colado por socialistas y nacionalistas no se someta a referéndum en toda España.
La oposición a este proyecto de modificación del Estado no aprobado por la sociedad catalana, mucho menos por la del resto de España, no pasa por un cambio del partido en el gobierno en las próximas elecciones generales. Eso ya no basta, ni garantiza que el camino recorrido en estos dos últimos años se vaya a desandar.
El estado de las autonomías ya no existe y para alejarnos del abismo en el que nos ha situado la política de la izquierda y los nacionalistas solo resultará válido un proyecto claro y transparente de reforma constitucional sometida a referéndum según marca la ley. Desde anoche la Constitución está abierta de arriba abajo. A partir de este momento es lícito reclamar una reforma constitucional en la que todo quede cuestionado, absolutamente todo.
Esa reforma constitucional debe pasar necesariamente por un análisis del resultado que ha ofrecido hasta la fecha el sistema de organización territorial que se implantó durante un proceso de transición en la que es cierto que sus protagonistas fueron presas del pánico. Pero no del pánico que pregonan la izquierda y los nacionalistas.
El miedo de los padres de la Constitución no era ante los supuestos poderes fácticos. El único poder fáctico que sobrevivió al franquismo fue el nacionalismo terrorista de ETA, que de manera muy significativa vivió durante la transición sus años más criminales.
El miedo de los protagonistas de la transición se refería a sus propios demonios familiares, a la mala conciencia de la derecha y a la necesidad de la izquierda de aumentar sus apoyos. Ambos, en un proceso de ingenuidad colectiva digno de un diagnóstico psiquiátrico, decidieron que ceder ante unos nacionalistas que no representaba a nadie y que nada habían hecho en el pasado por acabar con el franquismo, era lo que más convenía a la nación y a sus ciudadanos.
Pues bien, ya conocemos el resultado. Se han inventado naciones, han lavado el cerebro de generaciones de españoles con historias imaginarias y han convertido la disputa por el poder entre clanes en un asunto identitario. Y una ciudadanía amamantada en planes educativos cien veces peores que los del franquismo ha consentido en cambiar su libertad de pensamiento y opinión por una pantalla de plasma con la que ver el mundial.
Llegó la hora. No se trata ya tanto de un cambio de gobierno como de que nosotros, los disidentes, los que no tragamos toda esta pocilga identitaria, los que no estamos dispuestos a pasar por textos ya legales como el estatuto catalán, los que anoche nos convertimos en desobedientes civiles, los que a partir de hoy vamos a empezar a practicar la resistencia ciudadana negándonos a cumplir sus leyes étnicas, los que no nos vamos a rendir, nos llamen como nos llamen, nos destierren donde nos destierren, ha llegado la hora de que todos nosotros también intervengamos en el cambio que nos están imponiendo.
Ha llegado la hora de que nosotros, que somos mayoría, absoluta mayoría en todas partes, también en las zonas dominadas por el nacionalismo, cuestionemos el modelo de estado de arriba abajo.
Anoche cambiaron muchas cosas. Con unos resultados que cuestionan la legitimidad del estatuto, se aprobó un texto que no vamos a aceptar porque cambia las reglas del juego sin nuestro consentimiento. Queremos votar una nueva constitución. Queremos refundar este país partiendo de la experiencia de estos 30 años. Y queremos hacerlo respetando nuestra Historia y las aspiraciones legítimas y mayoritarias de todos los ciudadanos. También de los que se sienten nacionalistas. Pero atención: respetando solo las aspiraciones legítimas y mayoritarias, no las invenciones, ni los asesinatos, ni los victimismos, ni las amenazas, ni los chantajes parlamentarios.
Ha llegado la hora. Hay que refundar la España constitucional.
Solo hay una forma de progresar, de avanzar, de alcanzar nuevas metas y mejores condiciones de vida. Es una fórmula fácil y conocida, que ha demostrado muchas veces su eficacia.
Se trata de caminar todos juntos. Cada vez que, en pos de logros más o menos ambiciosos, la sociedad española ha decidido sacrificar a una parte de sí misma, hemos fracasado todos.
Ha sucedido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia de España. Muchos de los constantes y sangrientos enfrentamientos civiles que hemos padecido encuentran su raíz en ese desprecio a una parte de la nación.
En los últimos años un sector crucial de la sociedad española, las víctimas del terrorismo, están denunciando su creciente marginación.
Desde algunos poderes públicos las víctimas están siendo vejadas, insultadas y sobre todo ignoradas, mantenidas al margen de un proceso que las concierne directamente. Se las acusa de dejarse secuestrar por oscuros intereses, o de estar en manos de la oposición. Y el caso es que nunca resolveremos nada si no avanzamos juntos.
Cada vez que un dirigente político o un columnista sin nada mejor que hacer utiliza uno de esos argumentos, lo que está haciendo en realidad es darle una palmada de ánimo a los asesinos, a los terroristas, a los que han convertido a las víctimas en lo que son.
Cada vez que se insinúa que las víctimas están manipuladas o persiguen fines espurios, todos nos manchamos.
Cada vez que alguien lanza semejantes acusaciones sobre las víctimas nos contamina a todos, hace de la sociedad española un lodazal en el que la dignidad, la memoria y la justicia se convierten en valores pisoteados.
Hablan de patrias pero en realidad no es asunto que les interese lo más mínimo. Mercadean con supuestas patrias. Hoy consideran innegociable el reconocimiento de su imaginaria nación. Mañana la cambian por dinero. Pasado, amenazan con derribar gobiernos si no reciben ración doble de privilegios. Es un nacionalismo de trapicheo que busca identidades en la almoneda de la Historia, donde los saldos abundan y también los trileros.
¿Alguien ha visto alguna vez que los ciudadanos de una nación, una de las reales, una nación sólida, arraigada en la memoria y la conciencia colectiva, estén dispuestos a cambiarla por dinero?
Los nacionalismos en España no son más que formas sofisticadas de camuflar privilegios, prácticas ventajistas basadas en el chantaje y el matonismo político, a veces también criminal. Por eso requieren del silencio y la mordaza y buscan la oscuridad. No son buenos los testigos cuando se cometen bajezas.
La censura, la persecución de la libre expresión y de la opinión son requisitos indispensables para culminar con éxito el saqueo. Solo imponiendo silencio pueden traicionar lo que predican y hacerse con el botín que les proporciona la venta de su inexistente patria.
Buscan silenciar las voces críticas porque temen ser descubiertos. Temen que quienes han creído en ellos les pillen con las manos en la masa.
La opresión les es consustancial. Son totalitarios porque solo desde la imposición se pueden inventar realidades que ni existen, ni interesan a los ciudadanos, ni tienen nada que ver con las necesidades de la sociedad, ni aportan nada a la convivencia.
El barniz progresista, democrático, deja paso al alma que tanto se esfuerzan en ocultar los nacionalismos: la turbia, sucia, arcaica realidad de su carácter opresivo, inquisitorial, perturbador de la razón y la convivencia.
Solo los corruptos, los que perdieron principios y valores y se acostumbraron a traicionar las palabras pronunciadas, se atreven hoy a compartir el viaje de los nacionalismos al viejo infierno totalitario que tan bien conocemos los europeos.
Un infierno en el que el individuo y sus derechos se sacrifican en nombre de una abstracta, falsa identidad colectiva que en otros tiempos llamamos raza y luego clase social. Hoy se llama lengua, plurinacionalidad, identidad nacional.
Hay cada día más palabras tótem. En España, muchísimas. Pero no todas quieren decir lo que representan. Y muchas ocultan intenciones poco presentables.
Desde la transición, por ejemplo, el término “consenso” es objeto de veneración en nuestro país. Y con la llegada al poder de Rodríguez Zapatero, el promotor de patrias varias, se rinde culto a “diálogo” y al todavía más hueco y estúpido término “talante”.
“Moderación” es otra palabra ante la que a muchos les tiemblan los muslos como si fueran ursulinas del XIX leyendo a escondidas el Cándido de Voltaire. Decimos de aquel a quien queremos halagar que se trata de “una persona moderada”. Y consideramos positiva la política moderada y las opiniones igualmente moderadas.
Sin embargo la moderación no es en absoluto un valor positivo en sí mismo, como no lo es el diálogo por el diálogo sino aquello para lo que sirve. Y entre nosotros, la mayoría de ocasiones la moderación es otra majadería del lenguaje políticamente correcto que sirve para adormecer los principios y las conciencias.
Lo diga el rey o su porquero, en la España actual no se puede pedir de manera genérica moderación a los protagonistas políticos cuando quienes llevan pasándose tres pueblos desde hace años son unos cuantos trileros que además resultan perfectamente identificables. Tienen nombres, siglas y apellidos. Y apestan. Nos están conduciendo a la catástrofe y cuentan con valiosísimos apoyos políticos, mediáticos y sociales.
Es a ellos a quienes hay que pedir moderación. Hacerlo urbi et orbe es, además de una falsedad, confundir a la gente: a veces sí hay buenos y malos, a veces sí hay gente que tiene razón y gente que la ha perdido. A veces hay que mojarse. Sobre todo cuando nos estamos jugando las reglas básicas y comunes no solo del sistema sino de nuestra convivencia.