Militantes socialistas calientan su 38 congreso federal con una propuesta para democratizar su partido: la elección directa del secretario general. En el PP semejante osadía ni está, ni se la espera.
1 Partidos franquistas. Los partidos políticos son el penúltimo reducto franquista incrustado en nuestro sistema democrático. Son organizaciones autoritarias, sin la menor democracia interna, levantadas para rendir culto al líder y vivir del dinero de todos los ciudadanos, compartan o no su idología.2 Bases en Red. Es una iniciativa de militantes y simpatizantes del PSOE organizados a través de internet que quieren democratizar su partido. Aglutina a personas y grupos, “coordina las actuaciones de los grupos” y entre sus seguidores en @BasesenRed figuran algunos cargos electos y agrupaciones. Su web es www.basesenred.org.
3 Democracia directa. Su propuesta principal es la elección del “Secretario o Secretaria General por voto directo de todos los militantes y simpatizantes, sin intermediación de los delegados y delegadas al Congreso”.
4 Memoria selectiva. La memoria de los partidos políticos es selectiva: raras veces recuerda la democracia interna cuando ocupan el Gobierno y solo menciona este asunto cuando se da de bruces con los duros adoquines de la oposición.
5 Economía, economía, economía. No existe la menor posibilidad de que surja en el Partido Popular, ahora en el Gobierno de ayuntamientos, autonomías y BOE, una propuesta similar. De hecho el programa electoral del PP ni siquiera alude a la organización de los partidos y su atroz carencia de democracia interna. Pasadas las elecciones y amortizado el 15, la regeneración del sistema de representación política no es asunto que parezca ocupar a los dirigentes populares. Y en el PSOE, la preocupación apenas sobrepasa el límite de la retórica.
6 Qué sucedería si las bases del PP eligieran a su presidente. Si todos sus militantes y simpatizantes votaran uno a uno y en secreto a la persona que debe dirigir el Partido Popular, el ideario del PP no sería un documento más escondido que la tumba del faraón en una pirámide egipcia. Y posiblemente a bastantes de los que hoy se sientan en la junta directiva nacional ni siquiera les conoceríamos.
7 Una iniciativa ciudadana. Los partidos no van a mover un dedo para democratizar sus estructuras, ni para legitimar el sistema de representación, ni para regenerar la vida pública. Así que, como siempre, quedamos únicamente los ciudadanos, hoy convidados de piedra de un sistema aparentemente democrático. Y que sea aparente o real solo depende de nosotros.
8 Un movimiento transversal. Esta no es una cuestión de izquierdas o derechas. Se trata de frenar la progresiva y creciente degeneración institucional del sistema democrático y de devolver el protagonismo a quien lo tiene, la ciudadanía, convertida en la actualidad en marioneta en manos de las cúpulas de los partidos. Así que en este asunto no tengo el menor inconveniente en ir de la mano de las organizaciones ciudadanas, asociaciones, etc. que se sitúan a la izquierda. Se llama bien común.
Los nacionalismos españoles, como los ciervos en la berrea, braman en cuanto huelen elecciones. Si son regionales o locales juegan al “y yo más”. Y si son nacionales, a la pura bravata, a ese chantaje propio de los barriobajeros de la Historia que parece haber sido inventado para ellos.
En la costa este, el nacionalismo habla de la “España excluyente” y del “genocidio lingüístico” al que, al parecer, está siendo sometida la ciudadanía. En la costa norte, el otro nacionalismo español agita un plan Ibarretxe al que ahora llaman plan Ados, nombre más propio de proyecto ollímpico que de camino a la secesión.
A los nacionalismos españoles no les preocupa en absoluto “la España excluyente”. Lo que les preocupa es la posibilidad de que se acabe el instrumento de chantajear y les quiten la llave de la caja.
Pero no han de inquietarse. En cuanto termine la función, gane el PP y pierda el PSOE, las cosas volverán a la normalidad. Es decir, ninguno de los dos partidos querrá pactar con el otro una reforma constitucional o, al menos, un ajuste del desmadre autonómico, ni tan siquiera una reforma de la ley electoral. Y Mariano Rajoy se dedicará, como todos, a engrasar la cerradura para que entre sin problemas la llave que a todos empobrece.
_______________________
En episodios anteriores:
El Partido Popular depositará sus votos de apoyo al parche que promueve el PSOE en el Congreso de los Diputados. Y luego descubrirá que los socialistas le han engañado otra vez.
Pero además la reforma de la vigente ley electoral tampoco servirá para lo que creen en el PP que va a servir. Alardean los populares de que van a acabar con la presencia de ETA en las instituciones. Falso.
La reforma pactada y admitida a trámite ayer en el Congreso de los Diputados señala que cuando se detecte la presencia de listas contaminadas por ETA, los cargos electos tendrán 15 días para condenar la violencia. Si no lo hacen, perderán el acta. Si lo hacen, seguirán en la institución para la que fueron elegidos. ¿Pero qué es condenar la violencia?
Sabemos lo que el PSOE entiende por condenar la violencia. La política de privilegios penitenciarios a terroristas etarras que están aplicando hoy Zapatero y su partido se basa precisamente en su idea de condenar la violencia.
Con la actual reforma de la ley electoral, los Arnaldos Otegis expresarán su condena verbal a la violencia cuantas veces sea necesario. Sin el menor inconveniente. En realidad ya lo han hecho muchos de los más sanguinarios asesinos de ETA, y por eso reciben terceros grados penitenciarios. Lo ha hecho de facto el propio Otegi: no otra cosa es el mitin de Anoeta.
La reforma de la ley electoral es una reforma trampa. Otra más.
De manera sospechosamente unánime, todas las reformas estatutarias y constitucionales planteadas hasta ahora parten de un hecho insólito: dan por bueno lo sucedido hasta ahora. Nadie se plantea un balance, nadie cuestiona si el modelo actual ha servido de verdad para algo positivo.
Porque es primero el diagnóstico que el tratamiento, deberíamos empezar haciendo un balance del funcionamiento de estos 25 años de Constitución, y no una revisión al alza. ¿Ha sido positivo el modelo autonómico? ¿Ha servido, como dijo hace unos días Zapatero, para desarrollar la economía del país, para mejorar el nivel de vida de los ciudadanos? ¿Ha proporcionado una España mejor?
Tal vez la respuesta a estas preguntas sería negativa en todos los casos si fuéramos rigurosos y no hubiera cortapisas para expresar opiniones alejadas del pensamiento único y de la tiranía de lo políticamente correcto impuesta por el progresismo oficial, arcaica amalgama de intereses particulares que maneja casi todos los resortes de poder en el mundo académico y en buena parte del mediático.
Tras casi dos décadas de autonomías, tenemos menos España, menos desarrollo y menos peso internacional del que nos correspondería con un sistema de administración territorial distinto. Y a lo mejor el problema no es la necesidad de reformar los estatutos o la Constitución para lograr más autonomía, sino todo lo contrario.
Las autonomías has servido sobre todo para crear nuevas élites políticas y más castas burocráticas y han multiplicado los números rojos de las cuentas públicas hasta condicionar e incluso mermar las posibilidades de crecimiento de nuestra sociedad.
Sólo en los dos últimos años, desde 2003 hasta marzo de 2005, el endeudamiento de las administraciones autonómicas ha crecido un 38% y ha pasado de los 4.496 millones de euros de 2003 a los 6.246 millones de euros actuales.
Pero además de sus negativos resultados económicos, el sistema autonómico ha alentado enfrentamientos territoriales allí donde no existían, ha dividido a la ciudadanía, ha abierto nuevos horizontes a la corrupción, ha multiplicado por 17 la formación de estratos clientelares dependientes del poder y ha convertido la insolidaridad y el agravio en un valor que cotiza al alza en muchos mercados electorales regionales.
Gracias al sistema autonómico han medrado partidos reaccionarios que, agarrados a la demagogia identitaria y beneficiándose de un sistema electoral lamentable, han terminado controlando todos los resortes del poder político y han sustituido el interés general de la mayoría por los intereses particulares de quienes no representan prácticamente a nadie.
Nuestra experiencia de estos años (y la de tantos otros países en esta y otras épocas) demuestra que un régimen político que termina en manos de quienes quieren acabar con él no es viable. Y en esta situación nos encontramos.
Por otro lado nada permite pensar que las cosas serían distintas si en lugar de Rodríguez Zapatero gobernara Rajoy. ¿O se nos ha olvidado ya que Aznar pasó en pocos días de insultar a Pujol a hablar catalán en la intimidad? El problema no son los partidos, aunque unos tienen mayor desvergüenza que otros.
Hemos llegado, casi tres décadas después, a una situación que muchos vislumbramos sin salida: esto no da para más. O rectificamos el rumbo y refundamos la democracia que nació en 1977 removiendo cuantas barreras han ido apareciendo, o el sistema seguirá el proceso de deterioro actual hasta su total descomposición.
¿Reforma constitucional? Por supuesto. Pero no en la dirección que propone el Gobierno y sus socios en el sentido de mayor profundización del sistema autonómico. Semejante huida hacia delante no haría más que agravar la situación.
Mejor nos iría si el debate nacional, en lugar de ocuparse de si una región puede ser considerada nación o comunidad nacional, iniciara un balance en profundidad de estos años. Un balance en el que pudieran expresarse también, y en pie de igualdad, las opiniones que ponen en cuestión el Estado de las autonomías.