Los nacionalistas no se soportan unos a otros. Los recelos, la rivalidad y los celos se interponen entre los nacionalistas catalanes y vascos desde hace cien años. En partidos insolidarios por definición, no hay cooperación ni tan solo con sus homónimos.
Los celos se perciben ver desde hace meses en los textos de unos y otros. Los nacionalistas vascos no tragan el protagonismo de sus colegas catalanes y estos temen que la estrategia de los primeros termine perjudicándoles.
José Ramón Blázquez intenta tender puentes entre los dos nacionalismos, pero tras sus buenas palabras se percibe bien el conflicto:
Dos países insertados en el Estado español, dos naciones reivindicadas y reivindicativas a las que cierta dialéctica interesada o el impulso de su propio liderazgo político parece enfrentarles desde el comienzo de la transición.
A veces la gente, incluso la clase política, establece comparaciones subjetivas en cuanto al liderazgo de esta supuesta competición política que hoy, según la arbitrara clasificación de algunos, lo ocuparía Cataluña y que hasta hace poco lo tuvo Euskadi, entre otras razones porque fue la primera en recuperar su Estatuto de Autonomía y porque tuvo mayor protagonismo en la lucha contra la dictadura. Es radicalmente inútil hacer estas comparaciones virtuales, porque el presente y el pasado de vascos y catalanes son muy distintos y porque sus respectivas dimensiones sociales y económicas son desiguales y, además, ni los partidos vascos ni los catalanes tienen argumentos para recrearse en esta simulación. Sólo los pueblos estúpidos envidian con tristeza las cosechas de otras naciones.
Tengo la impresión de que en Madrid interesa una cierta disputa vasco-catalana para condicionar a la baja los proyectos de avance de ambas comunidades. El presidente Zapatero creó esta sospecha al establecer el compromiso de respetar la decisión del Parlament catalán en la redacción de su nuevo Estatuto y, simultáneamente, negar un trato igual al Parlamento vasco en su propuesta de reforma estatutaria, un agravio que viene a emitir este mensaje de advertencia: «Ojo, ciudadanos vascos, confórmense con un techo de autogobierno como el que pueden acordar lo catalanes, tan pragmáticos ellos, o se quedan por debajo del nivel de éstos». O también: «Mucho cuidado, ciudadanos catalanes, sean ustedes buenos y no se pasen de la raya como los vascos porque podemos paralizar sus proyectos en Madrid y no conseguirán sus deseados instrumentos de autonomía financiera». Pero lo más perverso de esta dialéctica es que, al mismo tiempo que se enfrenta a las dos comunidades, se crea en el resto del Estado una opinión pública desfavorable, de antipatía y desprestigio hacia su gente, instituciones, empresas y productos y una imagen crítica de país.
Es de suponer que las divergencias políticas entre vascos y catalanes, si es que éstas existen, tienen que ver con la diferencia de carácter y también con las distintas estrategias que unos y otros han desarrollado en sus relaciones con Madrid. Los vascos somos expertos en desunión interna y nuestras disputas banderizas son una constante histórica, en tanto que los catalanes han desarrollado una mayor capacidad de acuerdo. Además, Cataluña siempre ha pensado que la mejor manera de conseguir ventajas para su pueblo es intervenir, incluso mandar en Madrid, comprometiéndose con la gobernación de España, un afán discutible y pragmático no está en la tradición ni en la prioridades de los vascos. Pero es la cuestión de la violencia, presente en Euskadi y ausente en Cataluña, el factor que marca la diferencia estratégica entre ambos países. Nadie pone en duda que sin violencia Euskadi tendría una potencia política muy superior a la actual, por la simple razón de que la sociedad vasca es largamente nacionalista y en un escenario libre de la amenaza terrorista estaría legitimada para constituir tal suma democrática que pondría contra las cuerdas al Estado ante un eventual proyecto de soberanía respaldado por una amplia mayoría social. En Cataluña la mayoría relativa pertenece a un socialismo que por muy catalanista que sea no posee el compromiso nacional de Convergencia y ERC, fuerzas inequívocamente nacionalistas. Entiendo así que el liderazgo socialista impide a Cataluña una ambición de autogobierno superior a la de Euskadi, de lo que se deduce que los vascos siempre irán más lejos que los catalanes, salvo que cambie el juego de las mayorías.
Euskadi admira muchas cosas de Cataluña, como la apuesta que sus clases dirigentes hicieron siempre en favor de la cultura. Admiramos el marketing de los catalanes y su capacidad de asimilación de influencias externas sin temor a la disolución de su identidad. Alabamos su eficacia y diversidad y nos gustaría contar con su masa crítica en lo económico y social, así como su creatividad. Y es posible que los catalanes admiren el tesón imbatible de los vascos en la preservación de su personalidad e instituciones, hasta el punto de ya les gustaría a ellos disponer del Concierto Económico, residuo de la soberanía original de los vascos. Cataluña es muy consciente de que no hay autogobierno político sin autonomía financiera. El Concierto vasco (ahora cuestionado por una sentencia hostil del Tribunal Supremo) desmiente el tópico en circulación que asegura que los catalanes han conseguido con sus moderadas maneras más autogobierno que los vascos con sus radicales formas.
La figura política y la estética europea de Pascual Maragall son decisivas en la percepción pública de que los catalanes tienen hoy la delantera en el Estado. Siendo verdad que la sombra -¿o la luz?- de Maragall se proyecta sobre España, lo cierto es que la propuesta de nuevo Estatuto para Euskadi, tercamente denominado Plan Ibarretxe, marca el cambio estructural y político, más del que puede definir por sí solo Maragall. Es, en mi opinión, el lehendakari Ibarretxe quien lidera el empuje de las naciones históricas porque, aunque su propuesta haya sido derrotada en el campo ajeno del Congreso de los Diputados, los catalanes saben que ha marcado un objetivo cuya senda condicionará su propio proyecto. Si en las elecciones de abril los signatarios del nuevo Estatuto obtienen mayoría absoluta, los vascos seremos más líderes políticos que nunca, porque habrá comenzado la renovación estructural del Estado español. Que ya iba siendo hora.
Cataluña y Euskadi tienen que apoyarse, desde sus diferencias, para democratizar el Estado. Y transmitir con afecto y paciencia a los españoles que vivir enfrente, cada uno en su casa, no significa que tengamos que vivir enfrentados (José Ramón Blázquez, ¿Quién gana, Euskadi o Cataluña?).