"El débil compañero nacionalista de entonces nos ha ganado la partida. Las izquierdas vascas nos debatimos hoy en el debate nacional y lo que constituye la centralidad de nuestro discurso -ciudadanía, derechos del individuo, garantías sociales- no son sino apuntes intercalados para justificar la presencia."
Colaboraron juntos, izquierda y nacionalismo, muchas veces en tiempos de la República y aun antes. Pero el franquismo lo dividió casi todo, también esa alianza que tenía mucho de estrategia. Hasta que un día llegó Gorbachov y se cayó el muro de Berlín. También llegó un día en que la derecha ganó unas elecciones en España. Entonces la izquierda, o una parte de ella, se tapó la nariz y volvió a darle la mano a los nacionalistas.
El corpus doctrinario de la izquierda rebosa distancia y rechazo al nacionalismo, pero quienes la lideran hoy en España han arrinconado los textos con los que se formaron en los 60 para emprender con los nacionalistas la tarea que una transición pactada les impidió llevar a cabo en 1977. Y esa convergencia de intereses ha transformado ideológicamente a la izquierda.
No es cierto que la izquierda ya fuera nacionalista hace 40 años y que en aquel momento lo que sucedía es que debía primar el componente ideológico por encima del territorial. El abandono de los principios esenciales del pensamiento de izquierdas se ha producido luego, en estos últimos años, y de la mano de unos pocos dirigentes que han sabido imponerse al resto.
Se puede entender la oportunidad estratégica de la actual alianza entre izquierda y nacionalismos, perfectamente legítima y democrática. Se comprende también la necesidad que provoca la minoría parlamentaria. Pero es más difícil de entender la absoluta reconversión de buena parte de la izquierda socialista y comunista, que hoy está a la vanguardia del pensamiento nacionalista incluso por delante de los propios partidos y de los teóricos del nacionalismo. Y se echa mucho de menos una reflexión desde la izquierda de este proceso y de sus consecuencias últimas.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, surge alguna excepción. Antonio Rivera, catedrático de Historia en la Universidad del País Vasco, escribe a propósito de la izquierda y su relación con el nacionalismo en el País Vasco:
En una época fue la cuestión social la preeminente, en otra lo fue la conquista de la democracia y hoy, en nuestro país y generación, domina la llamada cuestión nacional. Todos los grupos e individuos que se implican como agentes sociales tratan de que el motivo de su preocupación adquiera esa centralidad, sea la cuestión principal de su tiempo. Quienes lo consiguen toman por normal la situación. Quienes no pueden hacerlo, quienes no prosperan en esa lucha, se sienten ajenos a su tiempo, implicados por fuerza en un gran debate al que no otorgan beneficios sustanciales en su resolución, no los ven como reordenamientos positivos de la existencia social. Se sienten eso, ajenos, superados por la situación, viejos y expulsados de su propio espacio y presente.
Buena parte de las izquierdas vascas están inmersas en esa zozobra. Personas que se educaron -nos educamos- en trilogías clásicas -'libertad, igualdad, fraternidad'-, enmarcadas y concretadas en un tiempo en el que la socialización política conllevaba la lucha contra la dictadura, el establecimiento de una democracia y la definición de ésta a partir de sus contenidos sociales, tomamos al 'compañero nacionalista' de entonces por un agente de menor rango. Estar, estaba, no con tanta presencia como luego ha reelaborado su historia, pero sí de manera suficiente como para que le tomáramos en alguna consideración. Fue aquella agitada primavera en la que 'todos nos hicimos vascos', ostentábamos orgullosos y provocativos los colores de la ikurriña, hacíamos guiños al terrorismo 'de liberación nacional y social', e incluso nos apuntamos a un autodeterminismo genérico. El que esté libre de aquel sarampión, simplemente es que no vivió activamente aquel tiempo. En aquel revoltijo predemocrático, los valores de la democracia, los contenidos sociales y la reivindicación nacional se convirtieron en un 'todo uno', influyéndose mutuamente en sus aspectos más superficiales. Porque, al final, cada uno veía el mundo a su manera, contemplaba una precisa centralidad y otorgaba importancia y urgencia a sus respectivos temas. Ser 'de izquierdas' es una manera muy precisa de contemplar la realidad, como lo es ser nacionalista, ser religioso, ser conservador o ser ecologista.
Treinta años después, henos aquí dedicados en exclusiva al debate nacional. Si sólo fuera ésa la prueba del éxito y no la manera como ha cambiado y se ha conformado nuestro país, tendríamos que reconocer que el débil 'compañero nacionalista' de entonces nos ha ganado la partida. Las izquierdas vascas nos debatimos hoy en el debate nacional y lo que constituye la centralidad de nuestro discurso -la ciudadanía, los derechos del individuo, las garantías sociales y de igualdad de oportunidades, la gestión de lo público - no son, en cada caso, sino apuntes intercalados para justificar la presencia, añadidos que se pretenden sustanciales en el seguidismo del monotema o factores de distinción para connotar desde una pretendida distancia una trayectoria en la que no se es protagonista.
A grandes rasgos, el socialismo democrático trata de hacer emerger la política real, la del día a día, la que afecta a la educación, la sanidad, los derechos o el trabajo, sobre un escenario de debate gobernado por los nacionalistas en donde se intenta establecer un difícil espacio de encuentro con éstos. Una posición cada vez más a la defensiva y cada vez más complicada para encontrar ese común denominador, a la vista de que los motivos-guía presentados definitivamente por el nacionalismo -la identidad y la soberanía- nos resultan muy difíciles de comprender y hacer nuestros. Más allá de los sustanciales peligros advertidos en ese viaje, incluso en una dramática asunción inevitable de estos motivos, no hacemos sino debatirnos entre la resignación de un futuro de postergamiento o, haciendo de la necesidad virtud, otro de esterilidad, de reconocer que ese trayecto no servirá para nada, no mejorará en nada aquello que preocupa, la política real, la del día a día. Si no tuviera tantos contenidos tan negativos, ¿en qué mejoraría nuestra vida la plasmación del sueño nacionalista? En nada, se responde, respondemos.
La extrema izquierda vasca, la nacida de aquella crisis de finales de los sesenta, la que supo o se vio forzada o quiso mezclar reivindicación social y nacional, aparenta un mejor estado, no se ve expulsada del debate, pero no es tan claro que se encuentre a gusto. Hizo un viaje extraño con el nacionalismo vasco. Se contagió de sus valores, los representó un tiempo de manera protagonista y luego se vio expulsada de la gran familia nacionalista cuando ésta se sintió suficientemente fuerte y con posibilidades de deshacerse de los que siempre había visto como incómodos e indeseables 'compañeros de viaje'. Al cabo de los años, debilitada, reducida a una condición de 'Pepito Grillo' del agente nacional, calla o murmura por lo bajinis sobre los excesos del nacionalismo gobernante y hegemónico, y confía en que la realización del sueño de éste le permita un instante de normalidad para inyectarle sus preocupaciones sociales. Eso, en sus sectores orgánicos más leales a sus ideas y pasado. Algunas importantes individualidades de ese origen ya cabalgan por su cuenta a lomos de una asesoría gubernamental desde la que se imaginan haciéndole la 'hoja de ruta' al viejo nacionalismo, siempre menos diestro en la cosa de la teoría, la estrategia y la táctica que los bregados izquierdistas del socialismo científico. Aquello del 'último lugar de la infamia' sopla nuestras nucas (y las suyas).
La izquierda 'madraciana', Ezker Batua, de difícil o imposible ubicación según los manuales clásicos, es la que ha tenido que enfrentarse más directamente a la situación; no en vano comparte Gobierno con el nacionalismo vasco. Sus preocupaciones y explicaciones son harto expresivas. Su federalismo de libre adhesión se propone como alternativo al plan Ibarretxe, pero para estas horas toda la sociedad vasca sabe que eso no es sino retórica. El documento federalista es impecable en lo doctrinario. Basta leer su preámbulo para ratificarse en que nacionalismo -y más si es etnicista- y federalismo se repelen como agua y aceite. El mismo documento describe las diferencias: no ve claro, ni oportuno, ni de consecuencias positivas la distinción entre ciudadanía y nacionalidad; insiste en la necesidad de que el proceso integre a la mayoría de la sociedad vasca y de sus fuerzas políticas; insiste en el respeto a los procedimientos de modificación de las leyes; rechaza el rompimiento de la caja única de la Seguridad Social a sabiendas del futuro que le espera a los trabajadores vascos en ese supuesto; y elimina la realidad de las diputaciones vascas al convertirlas poco menos que en una mancomunidad de servicios, al defender un organigrama de país que va del Gobierno central (vasco) directamente a los municipios.
Es, en definitiva, una mezcla de eslóganes fáciles 'made in Ibarretxe' -derecho a decidir, dar la palabra a los vascos-, de federalismo doctrinario muy poco modernizado (ni siquiera se plantea posibles asimetrías no soberanistas) y de puntos teóricos de partida -defensa del actual Estatuto, de su necesidad de reforma y de la conveniencia de mantener al país en España, sin incertidumbres constantes; defensa de la pluralidad de la sociedad vasca y rechazo de los intentos de homogeneización nacional- y de medidas prácticas en absoluto alejadas de la 'propuesta Guevara' sustentada por los socialistas vascos. La pregunta que a uno le asalta después de la lectura de ese federalismo de libre adhesión es qué se le ha perdido a Ezker Batua en el tripartito y qué hace apoyando el plan Ibarretxe. Salvo que haya decidido que la salvaguarda de los derechos individuales de los vascos se encuentra en la posición mayoritaria de Izquierda Unida y en su voto negativo al plan. Una tendencia ésta, la de que nos defiendan los españoles de nuestras alegrías vascas, de muy larga trayectoria en la historia de la izquierda de nuestro pequeño país.
A la vista de este panorama, se constata cada vez más cómo la pulsión de la izquierda, su manera de ver la vida, choca con la filosofía, el lenguaje y los objetivos (incluso los positivos) del llamado plan Ibarretxe. Es aún un choque extraño, vivido como tragedia callada en lo personal, como tiempo inservible, como protagonismo social enajenado, que no encuentra traducción sencilla en las fuerzas políticas de las izquierdas vascas y en sus mensajes. Es una obligada reconducción de la Historia que fuerza y forzará a sus individuos hoy extrañados a dos cosas: a hacer examen de su -nuestra- biografía personal y a valorar en lo debido cuándo se entregaron al alegre contrario hasta perder de vista si acaso 'somos de los nuestros'; y a implicarse en diversos terrenos en una tarea militante que devuelva a la centralidad a los viejos y nuevos conceptos y valores de ciudadanía, de derecho, de libertad e igualdad y de garantías sociales.
A la vez, las fuerzas políticas de esas izquierdas vascas deberían abandonar tacticismos, empresas familiares y esquizofrenias insoportables para devolver una adecuada jerarquía a sus valores, sin despreciar por ello todos los esfuerzos civilizados, racionales y razonables necesarios para encontrarse con esa mitad de la sociedad vasca que piensa y siente en nacionalista. Quizás sea demasiado pedirle a una política de plazo corto como la nuestra, pero después de reencontrarme con todos los viejos izquierdistas que conocí en la nueva resistencia, ayer contra el terrorismo, hoy también contra el uniformismo sociocultural y la subordinación política futuros, merece la pena que esa generación de entregados -la mía- no se retire de la escena pensando que ha perdido el tiempo, que se ha dejado robar el tiempo y el espacio, que no pinta nada, ni ella ni sus queridos valores (Antonio Rivera, Izquierda(s) vasca(s) y patriotismo nacionalista).