Nacionalistas y socialistas nacionalistas están imponiendo una visión de la transición basada en denunciar que se hizo bajo presión y, en consecuencia, no es válida. Pero sucedió exactamente lo contrario.
Para leer de manera correcta (en la medida de lo posible) los episodios del pasado, es imprescindible librarse de esa mochila del presente en la que almacenamos tanto prejuicios como conocimientos empíricos. Es lo que no hacen, por ejemplo, quienes juzgan la actuación de los españoles del siglo XVI en América y olvidan que hace cuatrocientos años la percepción de la vida, del gobierno, o del derecho internacional y de gentes no era la mismo que hoy. O aquellos que pretenden juzgar adecuadamente las intenciones y finalidades que se perseguían el día en que se implantó la Inquisición en Castilla, muchos años después de que funcionara a pleno rendimiento en la corona de Aragón, pero lo hacen partiendo de lo que hoy sabemos acerca de su funcionamiento posterior.
Lo mismo sucede al acercarse a la transición. Hoy algunos partidos nacionalistas tienen un grado notable de respaldo electoral en algunas zonas localizadas (el campo más que la ciudad, los pueblos y ciudades pequeñas más que las grandes), aunque en términos nacionales ese respaldo sea mínimo. Pero para llegar a gozar de la situación y la fortaleza actual han sido necesarios 30 años de usufructo del poder, tres décadas de una utilización de los sistemas educativos que roza el fraude de ley, tiempo empleado en la formación de capas sociales clientelares y en la manipulación mediática. Para entender la transición y percibir correctamente el papel de los nacionalistas en ella, es preciso recordar que, a mediados de los años 70, nada de todo esto existía.
Los partidos nacionalistas que participaron en el proceso de transición hacia la democracia a partir de 1975, el PNV, CiU, eran formaciones débiles, de implantación prácticamente nula en sus respectivos territorios, sobre todo en el caso de CiU.
La única realidad nacionalista de la que unos pocos ciudadanos catalanes habían oído hablar hasta aquel momento era un tal Jordi Pujol, del que se decía que había estado en la cárcel durante el franquismo. Poco más. En las universidades o en los movimientos vecinales y sindicales jamás se vio aparecer durante el franquismo a un nacionalista catalán. Los cuatro gatos mal contados que soñaban con la supuesta patria perdida se dedicaban a andar por el monte los fines de semana disfrazados de paramilitar anglosajón light (también conocidos como escoltes), actividad de escaso riesgo más allá de alguna avispa ocasional, o guardaban en casa como oro en paño algún libro del digamos historiador Ferrán Soldevila, que por cierto se podría adquirir fácilmente en cualquier comercio del ramo. Y a poco más se limitaba la supuesta “resistencia nacional” frente al franquismo.
En cuanto al nacionalismo vasco, sus cuarenta años de vacaciones fueron muy similares a los de sus colegas catalanes. Basta recordar que la idea de ETA surgió entre algunos jóvenes vascos como reacción ante la ausencia de contestación al franquismo desde posiciones nacionalistas.
Durante 40 años habían sido los comunistas, y solo los comunistas, quienes habían dado la cara y se la habían jugado. Y los socialistas supieron luego aprovechar su trabajo y colgarse las medallas. La izquierda no pudo imponer la ruptura, pero fue la gran triunfadora de la transición gracias a su hegemonía absoluta en ámbitos como la cultura o los medios. Cuando la opinión pública española recuperó la libertad en la segunda mitad de los 70 y, en cierto modo, nació por primera vez después de décadas de silencio, lo hizo desde la izquierda.
Lo que quedaba de la derecha en los 70 apestaba a franquismo y a colaboracionismo. Y las escasas figuras respetables que quedaban más o menos al margen, se las veían y se las deseaban para explicar que no tenían nada que ver con el franquismo cavernario del búnker y los fusilamientos de noviembre y mucho menos con el nacionalismo militarista que, en forma de minúsculos grupos terroristas, sobrevivió al caudillo. El 21 de noviembre de 1975 se agotó el espacio de la derecha, Franco se lo llevó a la tumba. Y la normalización política del país, es decir, el hecho de que hubiera una opción de derechas con legitimidad, credibilidad y posibilidades de gobernar, tardó más de 20 años en llegar.
Franco destruyó la derecha española. La hizo trizas. Del mismo modo que su nacionalismo sigue destruyendo, o al menos haciendo muy difícil, aún hoy en día, la posibilidad de declararse español sin ser tachado de fascista. De modo que quienes no se situaban en la izquierda pasaban la mayor parte del tiempo intentando demostrar que no por ello eran franquistas. Lo que quedaba de la derecha en la transición era sobre todo la expresión de una mala conciencia imposible de ocultar.
Frente a una derecha que, como propuesta ideológica, estaba y sobre todo se sentía derrotada, y una izquierda entusiasta y entusiasmada que emergía como triunfadora, el panorama de los nacionalistas resultaba misérrimo en los 70. No tenían nada que ofrecer. No tenían a sus espaldas un pasado glorioso de lucha y resistencia, que hubieron de sustituir por la consabida mitología étnico-nacional de la edad media, época glosada hasta el agotamiento, y por una revisión de la época republicana y de la guerra civil cuyo objetivo era el de encontrar a costa de lo que fuera figuras sobre las que se pudiera construir un nuevo imaginario más moderno, poblado de nuevos héroes y mitos renovados.
Sin embargo en pocos años el nacionalismo prosperó porque supo aprovecharse de dos elementos decisivos: la ingenuidad de la izquierda y la mala conciencia de la derecha. Los primeros echaron una mano a los nacionalistas por varios motivos. En primer lugar por una miopía política muy propia de la izquierda, que olvida siempre los errores cometidos en el pasado y tiene la petulancia de considerarse moral y políticamente superior al resto de opciones, sean las que sean.
En segundo lugar, por su propia debilidad. La izquierda fue incapaz de evitar que el dictador muriera en su cama. Su intento de hacerse con el control de la situación al principio de la transición a base de desestabilizar al Gobierno Suárez con huelgas generalizadas por toda España y manifestaciones por las calles de todas las ciudades terminó en fracaso. Los partidos de izquierda llegaron a la mesa donde se negociaba la construcción de la democracia derrotados por la dictadura, sin haberse apuntado un tanto decisivo frente al gobierno reformista que presidía la sesión y a la vez unidos y divididos entre ellos.
A la miopía y la debilidad políticas se unió una ingenuidad muy propia de los períodos constituyentes, en los que el utopismo inherente a la izquierda cobra nuevos bríos y pasa a ocupar el primer plano (algo parecido, aunque en menor medida, sucede hoy en día). Puestos a construir una nueva sociedad, todo el mundo es bueno. De repente a la izquierda se le olvidó su soledad de los años duros del franquismo, olvidó que el nacionalismo no solo se ausentó, sino que colaboró con el régimen con notable entusiasmo, y empezó a callar.
Calló cuando los nacionalistas llamaron a la puerta y dijeron representar a un país cuando tras ellos no había nadie. Calló cuando inventaron un pasado que les permitiera justificar sus reclamaciones del presente y sobre todo su ambicioso futuro. Calló cuando se presentaron como las grandes víctimas del franquismo. Y les tendió la mano.
En cuanto a la derecha, la mala conciencia les impedía abrir la boca. Mirando para otro lado, asistieron en silencio al inicio del festín etnicista que se estaba iniciando. Los descendientes del franquismo que pactaron la transición con la izquierda, los cuatro gatos de Alianza Popular, balbuceraron algunas objeciones. Pero cuidando de no alzar demasiado la voz, no fuera a ser que les recordaran demasiado su pasado.
Y así nació una cosa que dieron en llamar “estado de las autonomías”. Una estructura federalizante ante la cual los nacionalismos se frotaban las manos. Era una renuncia en toda regla, una derrota sin paliativos porque se producía ante un oponente, los nacionalismos, cuasi inexistente en aquel momento, sin la menor representatividad, sin legitimidad histórica, ni jurídica, ni política.
Nada más alejado de la realidad que acusar a aquellos años de período vigilado, tutelado y corrompido por la presión.
Se dice a menudo que la transición fue generosa. Tal vez. Pero sobre todo fue ingenua porque se articuló sobre la base de la lealtad. El compromiso de fidelidad al acuerdo entre todos los presentes (derecha, izquierda, nacionalismos) fue la base, la raíz de todo el proceso. Y es el fundamento de nuestro actual Estado y de nuestro sistema democrático. Si se rompe la palabra dada, si se quiebra la lealtad, se destruye el edificio entero. Y en ese caso la alternativa no tiene por qué ser, como se está planteando, su reconstrucción en forma de estado confederal.
Para muchos ciudadanos (y si hubiera cauces de información y de expresión y otro sistema electoral, quién sabe si para la mayoría), la reconstrucción del Estado que se quiere ahora suplantar tal vez debería pasar por la reconsideración de una estructura autonómica que tiene mucho de ineficaz, de injusta y arbitraria, de desigual y discriminatoria.
“El balance de estos treinta años es la aparición del odio entre españoles; la amenaza de una guerra de territorios, que es la más temible de todas por su irracionalidad; el silencio de los intelectuales, cuando no su deserción desde el punto de vista de los principios; el miedo a la ruptura del mercado por encima del temor a la desaparición de los lazos históricos y solidarios; las diferencias de los dos grandes partidos en relación con la organización de la convivencia y, por terminar, la desaparición de aquel espíritu de la transición del que históricamente nos habíamos sentido tan satisfechos.” C. A. de los Ríos, Mi balance.