De manera sospechosamente unánime, todas las reformas estatutarias y constitucionales planteadas hasta ahora parten de un hecho insólito: dan por bueno lo sucedido hasta ahora. Nadie se plantea un balance, nadie cuestiona si el modelo actual ha servido de verdad para algo positivo.
Porque es primero el diagnóstico que el tratamiento, deberíamos empezar haciendo un balance del funcionamiento de estos 25 años de Constitución, y no una revisión al alza. ¿Ha sido positivo el modelo autonómico? ¿Ha servido, como dijo hace unos días Zapatero, para desarrollar la economía del país, para mejorar el nivel de vida de los ciudadanos? ¿Ha proporcionado una España mejor?
Tal vez la respuesta a estas preguntas sería negativa en todos los casos si fuéramos rigurosos y no hubiera cortapisas para expresar opiniones alejadas del pensamiento único y de la tiranía de lo políticamente correcto impuesta por el progresismo oficial, arcaica amalgama de intereses particulares que maneja casi todos los resortes de poder en el mundo académico y en buena parte del mediático.
Tras casi dos décadas de autonomías, tenemos menos España, menos desarrollo y menos peso internacional del que nos correspondería con un sistema de administración territorial distinto. Y a lo mejor el problema no es la necesidad de reformar los estatutos o la Constitución para lograr más autonomía, sino todo lo contrario.
Las autonomías has servido sobre todo para crear nuevas élites políticas y más castas burocráticas y han multiplicado los números rojos de las cuentas públicas hasta condicionar e incluso mermar las posibilidades de crecimiento de nuestra sociedad.
Sólo en los dos últimos años, desde 2003 hasta marzo de 2005, el endeudamiento de las administraciones autonómicas ha crecido un 38% y ha pasado de los 4.496 millones de euros de 2003 a los 6.246 millones de euros actuales.
Pero además de sus negativos resultados económicos, el sistema autonómico ha alentado enfrentamientos territoriales allí donde no existían, ha dividido a la ciudadanía, ha abierto nuevos horizontes a la corrupción, ha multiplicado por 17 la formación de estratos clientelares dependientes del poder y ha convertido la insolidaridad y el agravio en un valor que cotiza al alza en muchos mercados electorales regionales.
Gracias al sistema autonómico han medrado partidos reaccionarios que, agarrados a la demagogia identitaria y beneficiándose de un sistema electoral lamentable, han terminado controlando todos los resortes del poder político y han sustituido el interés general de la mayoría por los intereses particulares de quienes no representan prácticamente a nadie.
Nuestra experiencia de estos años (y la de tantos otros países en esta y otras épocas) demuestra que un régimen político que termina en manos de quienes quieren acabar con él no es viable. Y en esta situación nos encontramos.
Por otro lado nada permite pensar que las cosas serían distintas si en lugar de Rodríguez Zapatero gobernara Rajoy. ¿O se nos ha olvidado ya que Aznar pasó en pocos días de insultar a Pujol a hablar catalán en la intimidad? El problema no son los partidos, aunque unos tienen mayor desvergüenza que otros.
Hemos llegado, casi tres décadas después, a una situación que muchos vislumbramos sin salida: esto no da para más. O rectificamos el rumbo y refundamos la democracia que nació en 1977 removiendo cuantas barreras han ido apareciendo, o el sistema seguirá el proceso de deterioro actual hasta su total descomposición.
¿Reforma constitucional? Por supuesto. Pero no en la dirección que propone el Gobierno y sus socios en el sentido de mayor profundización del sistema autonómico. Semejante huida hacia delante no haría más que agravar la situación.
Mejor nos iría si el debate nacional, en lugar de ocuparse de si una región puede ser considerada nación o comunidad nacional, iniciara un balance en profundidad de estos años. Un balance en el que pudieran expresarse también, y en pie de igualdad, las opiniones que ponen en cuestión el Estado de las autonomías.