Hay cada día más palabras tótem. En España, muchísimas. Pero no todas quieren decir lo que representan. Y muchas ocultan intenciones poco presentables.
Desde la transición, por ejemplo, el término “consenso” es objeto de veneración en nuestro país. Y con la llegada al poder de Rodríguez Zapatero, el promotor de patrias varias, se rinde culto a “diálogo” y al todavía más hueco y estúpido término “talante”.
“Moderación” es otra palabra ante la que a muchos les tiemblan los muslos como si fueran ursulinas del XIX leyendo a escondidas el Cándido de Voltaire. Decimos de aquel a quien queremos halagar que se trata de “una persona moderada”. Y consideramos positiva la política moderada y las opiniones igualmente moderadas.
Sin embargo la moderación no es en absoluto un valor positivo en sí mismo, como no lo es el diálogo por el diálogo sino aquello para lo que sirve. Y entre nosotros, la mayoría de ocasiones la moderación es otra majadería del lenguaje políticamente correcto que sirve para adormecer los principios y las conciencias.
Lo diga el rey o su porquero, en la España actual no se puede pedir de manera genérica moderación a los protagonistas políticos cuando quienes llevan pasándose tres pueblos desde hace años son unos cuantos trileros que además resultan perfectamente identificables. Tienen nombres, siglas y apellidos. Y apestan. Nos están conduciendo a la catástrofe y cuentan con valiosísimos apoyos políticos, mediáticos y sociales.
Es a ellos a quienes hay que pedir moderación. Hacerlo urbi et orbe es, además de una falsedad, confundir a la gente: a veces sí hay buenos y malos, a veces sí hay gente que tiene razón y gente que la ha perdido. A veces hay que mojarse. Sobre todo cuando nos estamos jugando las reglas básicas y comunes no solo del sistema sino de nuestra convivencia.