¿Pero no tocaba bajar las persianas nacionales para sustituirlas por verjas estatales? ¿No habían ustedes quedado en que no somos nación sino un mero armazón administrativo sin rasgos nacionales comunes?
Perdonavidas y soberbios, llegaron al poder presumiendo de conocer la voluntad de la ciudadanía. Pretendieron borrar el pasado, hacer tabla rasa porque lo anterior no era justo ni democrático. Porque lo anterior no lo habían hecho ellos. Aquellas frases del inicio de legislatura, yo no voté la Constitución, yo no voté los estatutos de autonomía. Como si no haber sido protagonista de la revolución francesa o no haber estado sentado en la ONU en 1948 justificara el incumplimiento de la declaración de derechos humanos.
Vengativos y pendencieros, creyeron una vez más que el fin justifica sobradamente los medios, solo que en esa ocasión, en lugar de promover el asesinato de supuestos etarras en Francia, decidieron que lo mejor era silenciar a las víctimas y convertir a sus asesinos en los interlocutores necesarios para alcanzar la “verdadera” democracia, aquella que solo ellos pueden instaurar. La que excluye a por lo menos la mitad de la ciudadanía. Claro que la mitad de los españoles somos, por definición (por su definición), perversos, antidemocráticos, belicistas, reaccionarios. Y fachas, cómo no.
Revisionistas e ignorantes, se emborracharon de porcentajes. Su CIS les dijo que participaría no menos del 70% de los catalanes y Rodríguez salió ufano del burladero para pregonar que una participación menor que la obtenida por el anterior estatuto catalán (59,7%) era impensable y que estas cosas hay que decidirlas por amplísimas mayorías.
Como resultado de todo ello las calles se llenan de ciudadanos que dicen no. Una vez. Y otra. Y otra. Y otra. Y lo que te rondaré.
Como resultado, se multiplica en toda España la actividad de las plataformas ciudadanas que combaten el nacionalismo y nacen propuestas de nuevos partidos y en la formación del salteador de naciones surgen voces discrepantes y hasta un ministro da la espantada.
Como resultado, más de la mitad de los españoles que viven en Cataluña ignoran olímpicamente su estatuto, el de ellos, el de los matones pacifistas del buenismo cínico.
Como resultado, las calles de toda España se llenan de banderas españolas, y la gente, sin ningún rubor, sin complejos, sin tener que justificar absolutamente nada, empieza a gritar vivas a España a cuenta de la selección nacional, que no estatal, y las audiencias de televisión de las regiones teóricamente secesionistas se entregan masivamente al espectáculo de la exaltación deportiva nacional.
A lo mejor nuestro pesimismo se ha equivocado. A lo mejor la ciudadanía, a la que acusamos de amorfa e indiferente, tiene las cosas pero que muy claras y tan solo está esperando el momento para expresarlas.