- "Todo está en el viejo Credo de siempre para cuando nos extraviemos en la noche de este siglo XXI".
- "La familia es la única garantía de libertad que existe entre el individuo y el Estado".
- "El crepúsculo del deber aligera de las responsabilidades o las hace estrictamente superficiales, sujetas a la ejecución del zapping ético, contextualizado y relativista".
Son frases recogidas de La fe de nuestros padres, una reflexión católica para el siglo XXI (Ediciones Península), el último libro de Valentí Puig, el relato de una aventura personal sobre “el acto más libre”.
El escritor, periodista y poeta Valentí Puig ha escrito su viaje de vuelta a la fe. Sin caer en los tics al uso entre nuestros intelectuales, Puig proclama que la fe es “el acto más libre” y que “el obedecer intelectual a la fe es una de las glorias del hombre”.
A Puig le tocó en suerte crecer durante la propagación de la peor enfermedad del siglo XX, esa que llevó a tantos a adoptar comportamientos más propios de una secta que de una ideología. Tiempos en los que, a la rebeldía propia de los años jóvenes, se unía la casi obligación de matar al padre.
Ni la cultura, ni las formas, ni los ritos sociales, ni el lenguaje de nuestros mayores merecían salvarse de la quema. Tampoco su fe. La "liberación" sesentayochista cuyos efectos reales padecemos hoy y contra los que, por fin, algunos empiezan a alzar la voz, arrasó con casi todo. Al fin y al cabo esa era su esencia real: la destrucción de la tradición entendida como el legado que el pasado transmite al futuro.
La fe de nuestros padres es un viaje de retorno a la casa del Padre y también una reflexión que se enfrenta de manera radical a esa batería de eslóganes que constituyen el progresismo político y cultural, tan cargado de intolerancia y de un buenismo que solo trata de ocultar su vacua retórica. Puig lo define con una brillante expresión: “En cada época existen los equipos habituales de demolición institucional”.
Para quienes nos formamos en el chapapote de aquella ideología destructiva y logramos escapar de la secta, el libro es Puig es un refrescante grito de libertad que nos recuerda el secuestro que padecimos. Su autor ha tenido la gentileza de hablar para Cierzo y Abrego.
Me parece que su propuesta del "obedecer intelectual a la fe" es una de las reflexiones más interesantes del libro. De un intelectual español contemporáneo se espera una actitud siempre escéptica y descreída pero usted rechaza expresamente la “fe selectiva”.
El intelectual hipercrítico es una deformación como el intelectual dogmático. En realidad, en el siglo XXI hemos visto la complicidad más brutal entre intelectuales e ideología. Pero razón y fe no son antitéticas. Creer y pensar no son excluyentes. Creer y ser libres, eso suma y no resta. Pensemos si fue más libre Bernanos o Sartre.
La posición contraria es muy frecuente, sobre todo en determinados sectores.
La religión a la carta resulta ser hoy la opción mayoritaria pero no es difícil llegar a la conclusión de que es un trayecto incompleto. Al regresar a la fe de sus padres, lo que se descarta precisamente es el “Juan XXIII, sí; Wojtyla, no”; etc. Se asume todo, con su grandeza y con sus elementos absurdos, con inercias y con sus impactos de luz. Personalmente, no tengo un amor fervoroso por lo clerical, pero eso es parte de la Iglesia. Sobre un Pedro que negó a Dios tres veces se construyó eso, de ahí proceden las misiones que llevan la fe y el bien al corazón de Africa, los sacerdotes pedófilos de Norteamérica, todo.
El Papa Benedicto nos está proponiendo un replanteamiento de la relación entre fe y ciencia. Se observa en muchos ámbitos una vuelta a formulaciones que el relativismo progresista había logrado arrinconar.
En parte sí, pero también hay un alud de libros que niegan el hecho divino o que pretenden demostrar matemáticamente la inexistencia de Dios. La Iglesia ha hecho sus rectificaciones ante la ciencia. Dios está en el microscopio y en la lanzadera espacial, viaja a lomos del "chip" en las rutas de Internet y permanece vivo en el lugar del tótem tribal. Esa es la apuesta y la lección de todos los días, como la formulaba Pascal.
Habla usted en su libro de la servidumbre “de ser un hijo de su época”. Estos días no ser hijos de los tiempos reporta la descalificación del poder.
Ser hijos de su época: es un modo poco ilustre de servidumbre. Ortega habla más bien de estar a la altura de los tiempos. Eso es exigirse, reclamarse la lucidez necesaria para comprender un mundo en el que el mal y el bien se enfrentan todos los días, aunque los intelectuales postmodernos edulcoren esa batalla, como la minimizó el psicoanálisis, por ejemplo. Por otra parte, el poder a menudo es muy convencional y no opta por la búsqueda de la verdad sino por lo acomodaticio. La libertad queda en manos de los individuos, como nuestros padres, incluso como herencia que proviene del pasado y nos permite un futuro de esperanza y zozobra.
El Papa dedica buena parte de su labor a analizar de manera minuciosa la vida colectiva contemporánea, la cultura, la ciencia, la política, como también lo hizo Juan Pablo II. Se diría que la Iglesia está hoy, más que nunca, “globalizada”, aunque antes a eso se le llamaba universalidad.
Digamos que este inicio de nuevo siglo, tecnológicamente, nos da acceso a una realidad globalizada. ¿No fue la universalidad la vocación del catolicismo cuando San Pablo comenzó a predicar a los gentiles? Con los obstáculos que sabemos, con el Papa Ratzinger la oportunidad universalista está espiritualmente más viva que nunca. Es el mensaje que requiere de nuevas minorías creativas, por ejemplo, en Europa. Hay que avituallarse para seducir y convencer intelectualmente. Es el primer paso para que pierda ventaja el método relativista tan extendido, tan expansivo.
La reflexión de la Iglesia acerca el mundo actual es presentada desde algunos sectores como una intromisión en asuntos del César y como un intento de entrar en política para disputar el poder.
Ese es un tópico al que se ha otorgado rango de principio. Las teorías pedagógicas más delirantes han influido, han experimentado con nuestro sistema educativo pero explicar el legado cultural de la Biblia se considera poco menos que un fanatismo. Es muy curioso que Freud tenga la condición de santo de la razón laicista y sin embargo, leer el Evangelio sea como hacer vudú. Es un error grotesco. La Iglesia existe desde antes de la democracia, pero del mismo modo la consideración del hombre en el Sermón de la Montaña, por ejemplo, nos ha hecho a todos más iguales, más personas, más libres.
¿Relativizar los valores, o condenarlos al ostracismo, disuelve el sentido de la democracia?
Ciertamente. Pongamos por ejemplo el valor de la vida. La denuncia del aborto es perfectamente posible desde la razón. Véase el diálogo entre el filósofo Marcello Pera y el teólogo Ratzinger. Siendo fruto de la razón, la ciencia no se opone a la fe. Los partidos aconfesionales -todos, prácticamente- viven en parte esa tensión interna que, siendo algo que está en manos de seres humanos, no se revuelve de modo fácil. A veces se opera en el justo medio, otras por la ley pendular. Europa está en un momento de rara incertidumbre. A veces parece haberse extraviado y querer anular el legado de dos mil años de cristiandad. Yo creo en una reforma intelectual y espiritual de Europa.
En nuestro país, cuanto más se presume de libertades, más se pretende circunscribir la religión al ámbito privado. ¿Se está pidiendo a los católicos que construyan nuevas catacumbas?
Eso comenzó ya en los años sesenta y está en su fase de auge. Atajarlo corresponde a la conciencia de cada uno. No lo harán los políticos, por ejemplo. El resultado final procederá de una suma de conciencias. Ese es el cambio que vale la pena esperar. El resto sería acatar un narcisismo de gimnasio, un vivir sin noción de trascendencia.
Subraya usted en su libro la importancia del papel de la familia.
No es cuestión de opiniones personales. Veamos la fuerza de la familia al defender la libertad y la naturaleza de lo religioso frente a los totalitarismos. Marx postuló que la religión es el opio del pueblo. Cayó el muro de Berlín y de nuevo hay gentes que oran en los templos de la Europa que fue comunista. Esa es una victoria de la familia, aunque a veces se la vea endeble a causa de las presiones relativistas.
La pérdida de fortaleza de nuestra sociedad y el fracaso de nuestro sistema educativo están íntimamente relacionados con la materia de su libro. En uno de sus poemas usted dijo: "Si alguien nos pidiera sangre, sudor y lágrimas, quizás nos temblarían las piernas".
Seguramente nos temblarían. Vivimos en una sociedad del desperdicio, de lo efímero, de las verdades a medias, del pensamiento minimalista. No existen ahora mismo potentes lideratos espirituales. ¿Qué ocurrirá en el futuro? Fe, razón y libertad nos lo dirán.
Los occidentales hemos pasado los últimos doscientos años empeñados en salvarnos y liberarnos a base de alejarnos de Dios para sustituirlo por todo tipo de propuestas. Frente a ello, usted habla de la revolución del nacimiento de Jesús.
El hecho religioso es algo a esconder en un armario, algo oscuro, atávico, impropio de la contemporaneidad. Es la idea de que no existen grandes relatos, de que todo es relativo. Por mi parte, creo en la reconciliación entre la Europa de las catedrales y la Europa de la Ilustración. En cuanto a la fe, todo está en el viejo Credo de siempre para cuando nos extraviemos en la noche de este siglo XXI.