Corren desde hace meses por internet fragmentos de un discurso del ex presidente del gobierno australiano, John Howard, relativos a la política de inmigración en Australia.
En ellos pueden leerse afirmaciones de este tipo:
Los que tienen que adaptarse al llegar a un nuevo país son los inmigrantes, no los australianos. Aquí hablamos inglés fundamentalmente. No hablamos árabe, chino, español, ruso, japonés ni ninguna otra lengua. Por lo tanto, si los inmigrantes quieren convertirse en parte de esta sociedad, ¡que aprendan nuestro idioma!
La rotundidad de Howard se extiende asimismo al terreno de las creencias:
Hombres y mujeres cristianos fundaron esta nación basados en principios cristianos, lo cual está bien documentado en todos nuestros libros. Por lo tanto, es completamente adecuado demostrar nuestra fe cristiana en las paredes de las escuelas.
Howard no propone que los inmigrantes renuncien a sus creencias e ideas, sino que se comprometan a respetar las del lugar en el que quieren vivir:
Si Cristo les ofende, entonces le sugiero que busquen otra parte del mundo para vivir, porque Dios y Jesucristo son parte de nuestra cultura. Toleraremos vuestras creencias, pero tienen que aceptar las nuestras para poder vivir en armonía y paz junto a nosotros. Este es nuestro país, nuestra patria, y estas son nuestras costumbres y estilo de vida. Les recomiendo encarecidamente que aprovechen la gran oportunidad de libertad que tienen en Australia.
En España los inmigrantes saben bien que un compromiso de integración y respeto a las leyes del país de acogida es su mejor garantía, ya que pondría en evidencia que la inmensa mayoría ha llegado hasta aquí en busca de prosperidad. Lo saben y lo demostraron apoyando mayoritariamente el contrato de integración propuesto por la Generalidad valenciana (aunque al final el inefable PP no tuvo el coraje político necesario para aplicarlo). Saben que ese compromiso les convertiría en ciudadanos libres en pie de igualdad con los españoles. En cambio, quien cuestiona las creencias de los ciudadanos en nuestro país no son algunos recién llegados sino el mismísimo gobierno de la nación.
Es el mundo a revés. Tenemos un gobierno elegido por una diferencia de menos de 900.000 votos con respecto al segundo partido y que, a pesar de ello, se dedica a imponer un modelo rechazado por al menos la mitad de los ciudadanos. Y junto a ello, emplea su tiempo (y nuestros recursos) en la destrucción sistemática de los fundamentos de nuestra convivencia y en socavar los pilares sobre los que se sostiene una sociedad que lleva siglos unida, compartiendo una misma cultura e idénticas creencias. Resulta difícil de entender. Aunque no es la primera vez que la izquierda española emprende este tipo de aventuras.
Un compromiso de respeto a las leyes solo puede preocupar a quien piensa infringirlas. Y también a quien sabe que su discurso en esta materia no responde a la realidad y busca tan solo el halago fácil y la demagogia.