Un exceso, sin duda. Tengo la dichosa costumbre de forzar los titulares. Pero no me resisto a encabezar así esta breve reflexión, ajena y brillante, sobre la esplendorosa vigencia de los estados nación frente al barullo particularista.
Valentí Puig escribe hoy unas líneas sobre el estado nación que dejan poco margen a la duda y mucho a la reflexión. Sobre todo en un país donde impera la demagogia y la manipulación de los partidarios de los mini estados y de los aduladores de esa fábrica de burocracia, corrupción e ineficacia que son las autonomías:
Es en el espacio de la nación donde la comunidad se gobierna a sí misma democráticamente, por lo que si difuminamos ese marco nacional algo cambiará en la democracia, hasta ahora genéticamente unida al Estado-nación. Lleva siglos siendo el ámbito nacional ya una suerte de naturalidad de lo político, el territorio privilegiado para ejercer la democracia, las formas políticas de la pluralidad que hacen que la nación sea nación de ciudadanos. La ciudadanía post-nacional es un mito. Todavía el Estado-nación es indispensable por la democracia, con el euro y el área Schengen incluidos. La centrifugación cae en lo obsoleto al tiempo que las unificaciones desmesuradas tienen poco futuro. El Estado-nación se mantiene, sólido, resistente a las nuevas formas de trasnacionalismo. ¿Quién se acuerda ya de las tesis particularistas que pretendían saltarse España para ser directamente, tras la ruptura independentista, miembros de la Unión Europea? Un tiempo nacional continuo es algo que va más allá de regímenes y vicisitudes políticas. Que no puedan entenderlo los nuevos cosmopolitas no extrañe. El cosmopolitismo -político, no estético- es un estilo de desarraigo que confronta las lealtades y las pertenencias de la nación. Por eso, millones de ciudadanos, del Báltico al Mediterráneo aprecian la costumbre de votar. (Los enemigos de la nación)