Frente a quienes no estamos dispuestos a explicar el mundo a través de
las patrias, el nacionalismo propone un segundo supuesto igualmente
falso: el progreso y la modernidad reside en “el pluralismo”, término
con el que se están ocultando realidades como la insolidaridad, los
privilegios y el chantaje político.
Es difícil determinar cuál de las tres grandes (y nefastas) corrientes ideológicas que nacieron en el XIX, marxismo, racismo y nacionalismo, es la más reaccionaria.
El marxismo optó por explicar la Historia a través de la clase social y a partir de ahí construyó un universo político asfixiante. La doctrina racial que nació con Boulain-Villiers y con Gobineau (por cierto que su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas guarda un siniestro parecido con los textos de Arana y Prat de la Riba) consideraba que la Historia solo se podía explicar a partir de las razas. Y el nacionalismo creyó hallar el motor de las transformaciones históricas en la patria:
“No es cuestión de buen gobierno ni de administración; no es cuestión de libertad ni de igualdad; no es cuestión de progreso ni de tradición: es cuestión de Patria.” (E. Prat de la Riba, La nacionalidad catalana)
Para el nacionalismo la nación existe con anterioridad a que sea concebida, pensada. La nación existe aunque no figure. Y la política no es más que la adecuación de la realidad, de toda la realidad, a esa nación preexistente.
Semejante planteamiento, más próximo a las consideraciones raciales de Gobineau que a los derechos civiles individuales y al estado de derecho de nuestros días, se encuentra en todo el pensamiento nacionalista, se vista como se vista. Hay quien considera que existes diversos tipos de nacionalismos, unos más moderados y “democráticos”, otros más totalitarios. Sin embargo todos tienen en común esa misma raíz reaccionaria.
Miquel Roca i Junyent, por ejemplo, no es un cavernícola del etnicismo. Aparentemente. Porque como buen nacionalista, su concepción del mundo, de las relaciones sociales y de la estructura política, está impregnada de los más arcaicos principios etnicistas del nacionalismo:
“Sólo hay un futuro de progreso y modernidad: el que pasa por levantar la barrera del pluralismo ante el enfrentamiento dogmático. Es aquí donde está la modernidad.” (M. Roca, España y modernidad)
Roca da por supuesto que quienes nos oponemos al nacionalismo no lo hacemos movidos por una convicción fundamentada en análisis y hechos demostrados a lo largo de la Historia, sino porque somos “dogmáticos”. Argumentar nuestra oposición al nacionalismo deja así de ser una opinión o una opción razonada válida para convertirse en una categoría moral o en una cualidad negativa. De este modo queda servida la falacia, convenientemente adornada con los tintes del lenguaje progre al uso.
Frente a quienes no estamos dispuestos a explicar el mundo a través de las patrias, el nacionalismo propone un segundo supuesto igualmente falso: el progreso y la modernidad reside en “el pluralismo”, término con el que se están ocultando realidades como la insolidaridad, los privilegios y el chantaje político, conceptos que nada tienen que ver con “la modernidad” sino con aquello que los nacionalistas dicen combatir: el dogmatismo.
El nacionalismo es reaccionario y tiene un sustrato totalitario. Todos los nacionalismos. Todos los nacionalistas. Aunque en nuestros días tengan la habilidad de andar por la vida disfrazados. Y mientras sigamos ignorando que los etnicistas utilizan siempre un doble lenguaje basado en los más manidos y vacíos tópicos progresistas, podrán vender su pestilente mercancía.