Seguro, el problema no reside en la Constitución, sino en quienes la aplican, la peor clase política de los últimos 50 años, y en quienes la deberían interpretar, corifeos siempre dispuestos a ganarse el próximo sueldo. Pero el caso es que, con el actual marco constitucional, España ha dejado de ser la nación que describe ese mismo texto y soñamos durante la transición, para convertirse paulatinamente en una kermesse de desleales.
Si esta Constitución sirve para garantizar la igualdad de todos los ciudadanos ante las leyes que ellos mismos se dan, y al mismo tiempo para consagrar los privilegios de unos sobre otros en función del territorio en que residan, podemos mandar ya a la basura la Carta Magna.
Nuestra Constitución ya no garantiza la efectiva igualdad de los ciudadanos ante la ley. Al contrario, a su sombra se amparan los privilegios de unos sobre otros en función de la adscripción a determinadas ideas, partidos o creencias; en función del territorio en el que viven o del grado de presión que pueden ejercer sobre el poder de turno.
La Constitución sirve hoy para que, partiendo de su misma legitimidad, se puedan liquidar los derechos que consagra. Por lo tanto ha dejado de ser eficaz.
Cuando cualquier grupúsculo regional de misérrima representación puede destruir los fundamentos constitucionales y, amparándose en la propia Constitución, resultar inmune a su tarea de destrucción de la convivencia, la Constitución no sirve.
No sirve cuando un texto legislativo de inferior rango puede torcer el sentido claro y preciso de cualquiera de sus artículos.
Si la Constitución puede utilizarse para desmembrar el Estado, para desarbolar sus competencias y para deshacer los vínculos que nos unen, significa que hemos llegado tarde incluso a su reforma.
Ha llegado la hora de empezar a construir una nueva nación y una nueva constitución.