“Somos el antojo de Dios”, dijo el Padre Abad de Santa María de Huerta, y no hubiera hecho falta explicar más después de aquellas palabras para entender por qué un puñado de hombres de edades, procedencias, condición, ideas, cultura y orígenes profesionales tan diversos, deciden encerrarse de por vida entre los muros de un monasterio.
La definición me recordó un texto de Juan Pablo II que aparentemente no guarda relación con ella. Lo pronunció el entonces todavía Cardenal Karol Wojtyla en el Congreso Eucarístico de Filadelfia, en 1976:
“Estamos ahora ante la confrontación histórica más grande que los siglos jamás han conocido. Estamos ante la lucha final entre la Iglesia y la anti-Iglesia; entre el Evangelio y el anti-Evangelio. Es una lucha que descansa dentro de los planes de la Divina Providencia, y es un reto que la Iglesia entera tiene que aceptar.”
Muchos pensamos, movidos por un optimismo activista quizá excesivamente acentuado, que lograremos cambiar el mundo si seguimos empeñados en ello y aplicamos a la tarea los cinco sentidos, cada momento del día. Aunque a decir verdad, después de tantos años concienzudos, o al menos tercos en el intento de cambiar las cosas, mi generación no podrá presumir precisamente de dejar el mundo mejor de lo que nos lo encontramos.
Tal vez por eso algunos han decidido prestarse al antojo de Dios, sabedores de que la única fuerza transformadora que puede obrar la proeza de cambiar verdaderamente las cosas no reside en el empeño de la voluntad sino en la entrega confiada a la contemplación.
A estas alturas creo ya más en los 40 días de oración por la vida que organizan los católicos norteamericanos que en todas las manifestaciones provida juntas. Aunque estas sigan siendo tan necesarias.